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LA MANSA ALBORADA DE LA CIUDAD ANTIGUA DE CÁCERES



El pasado 30 de noviembre de 2024, los blogueros de Extremadura nos volvimos a reunir para pasar el día juntos, compartir experiencias, charla, café, cocido... y para presentar un nuevo libro. En esta ocasión se nos pidió que escribiéramos bajo el título: "Extremadura: Noches Mágicas" y cada uno de nosotros, en función de nuestros gustos y temáticas habituales, escribimos un artículo para componer esta gran obra, que a decir verdad, cada año nos sale mejor. Yo escribí sobre las leyendas en las noches de la ciudad antigua de Cáceres, con el título: "La Mansa Alborada de la ciudad antigua de Cáceres". Hace unos meses adelanté el apartado correspondiente a "Las Marimantas" y ahora ya, os comparto el artículo completo. Espero que os guste y os invito a pasar por nuestra ciudad antigua una vez que el sol se ha haya ido a descansar y en silencio escuchar todas las historias que sus piedras nos quieren contar. 

INTRODUCCIÓN

¿Qué es el día, y qué secretos guarda la noche? A simple vista, podría parecer una pregunta elemental, reducible al simple juego de luces solares. Pero en realidad, la distinción entre estos dos momentos inevitables abarca mucho más, aunque el lenguaje, a menudo, se contente con dar nombres a la presencia o ausencia de la luz, antiguas culturas conferían significados profundos a estos fenómenos celestiales. Por ejemplo, los egipcios denominaban al anochecer IJEJU y a la noche UJ, términos que evocaban la oscuridad, aunque también usaban GEREH, derivado de GER, para remarcar el silencio nocturno. En su cosmovisión, la noche constituía un caos regenerador, donde el sol, sumergido en el océano primordial NUN, resurgía en cada amanecer, tejiendo un ciclo eterno. Pero no nos dejemos engañar; la noche siempre ha estado entrelazada con la muerte, pues en sus brazos pereció Osiris, convirtiéndola en una extensión del mundo de los difuntos.

Los romanos, herederos de esta percepción egipcia filtrada por la influencia griega, también creían que en la oscuridad anidaban los episodios más trágicos. Desde la escalofriante desmembración de Pénteo por manos de Ágave, hasta el desgarrador final de Ítilo a manos de su padre Aedón, confundido por la noche reinante. Sin olvidar la caída de la mítica Troya o el amargo destino de Lucrecia, ocurridos también tras el ocaso; y fue durante la noche cuando Epialtes consumó su traición contra los espartanos en el desfiladero de las Termópilas. Además, aprovechando la ocultación por la falta de luz, libremente se despliegan licántropos, estriges, manes y lemures.

¿Perdura algún vestigio de este universo sombrío en nuestra cultura, en nuestro imaginario? Inevitablemente, la respuesta es afirmativa. Les invito a adentrarse conmigo en los relatos que se entrelazan alrededor de noches memorables en uno de los parajes más enigmáticos y cautivadores de nuestra tierra: la antigua ciudad de Cáceres.

LAS MARIMANTAS

La RAE define a las marimantas como: “f. coloq. Fantasma o figura con que se mete miedo a los niños.”, por lo que podemos encuadrarlas dentro de los seres que solo habitan el ideario colectivo con la cuestionable función de provocar el miedo a los niños y niñas de la casa con los peligros de salir de noche. Esta figura, como en otras ciudades, han deambulado por la parte antigua de Cáceres, envueltas en sábanas o mantas, y alumbradas por un candil, hasta hace unas décadas. Y no porque lo digan las historias contadas alrededor del fuego o las leyendas orales, sino porque así lo recoge la propia prensa local. Fue muy sonada la aparición de una marimanta la noche del 2 al 3 de enero de 1819[1], cuando en Camino Llano, en su desembocadura en la Plaza de Pucheros, la actual Plaza Marrón, se escucharon unos atronadores ruidos, un ensordecedor bramido seguido de la visión de una figura “envuelta en una sucia sábana y un puchero con una vela encendida sobre la cabeza”. Esta aparición causó pánico en un grupo de mujeres que iban de recogida, hasta el punto de que, en la huida, se produjeron roturas de piernas, heridas… y en el fragor del susto, estas mujeres abandonaron sus sayas, extendiéndose por toda la calle, para facilitar la carrera.  

De nuevo aparece en la prensa una oleada de avistamientos en 1911, porque “se les ha informado de que “noctambulea” por la ciudad una marimanta”[2]. En otros medios también se afirma que “con insistencia se habla por todos lados, y a todas horas, de un hombre para unas, de una mujer para otros […] que discurre por las calles y plazas de la población.”[3]. Es curioso cómo en ningún momento consideran la figura como un ente fantasmal, sin dudar en ningún momento de su naturaleza carnal y lo que se plantean realmente es por qué no se denuncian a estos “deambuladores” o por qué no se les detiene, llegándose a conclusiones de todo tipo, como que las marimantas le pagan por su silencio un duro a los testigos, o que tenían a sueldo a los serenos… Hasta los años 50 siguieron apareciendo las marimantas, siendo en esta década cuando dejaron de reportase avistamientos de estas figuras, aunque siempre considerando que las marimantas se trataban de personajes muy humanos, porque en ningún caso se apela a lo sobrenatural o lo fantasmal.

Y esto ocurre porque, a excepción de los atemorizados niños, nadie pensaba en las marimantas como un espectro del más allá. ¿Recuerdan la aparición de 1819? Pues pronto se supo que “el espectro” no era otro que Santano, el calderero, que se encontraba en el velatorio de su amigo Román Patuela, en unas de esas vigilias donde el silencio y el recogimiento reinaban, solo perturbados por la algarabía que formaba un grupo de mujeres, a la que quiso poner fin Santano, en primer lugar, con una bramadera, y al ver que el problema se agravaba en lugar de solucionarse, decidió salir embozado en una vieja sábana para asustar y espantar a las ruidosas vecinas. Tan sonado fue este episodio, que, de la aparición de una veintena de sayas regadas por el suelo de Camino Llano, surgió un chascarrillo en la ciudad:

“En el mar se crían peces,

en Málaga boquerones

y en sayas de cacereñas

cascarria como melones”

¿Y sabemos quién fue esa última marimanta de los años 50? Pues afortunadamente sí, y gracias al periodista Fernando García Morales[4] que nos cuenta que en el Barrio de San Antonio comenzó a verse una marimanta envuelta en un sudario blanco y un farol. Ésta solía permanecer estática sin interaccionar demasiado con nadie, hasta que se topó con un jovencito panadero llamado Antonio, que se encontró con ella cuando marchaba a trabajar y en un primer encuentro, del susto, salió a correr diciendo: “te libras porque no llevo la navaja, pero la próxima vez que me salga, aunque seas un alma en pena, te rajo en dos”. Parece que aquella advertencia surtió efecto y “el fantasma” dejó de verse unas semanas, aunque pasado este tiempo, la figura espectral volvió a deambular por la judería vieja, sin contar que esta vez Antonio ya no salía de casa sin su navaja cabritera. Así es que pasó lo que tenía que pasar, y el encuentro entre la marimanta y el joven panadero volvió a darse. En esta ocasión Antonio salió corriendo tras ella, que, recogiéndose los bajos de la sábana, emprendió la marcha. Viendo que iba a ser alcanzada se subió a una reja y espetó entre llantos y con la respiración entrecortada: “Antonio, hijo, no me hagas nada que soy la señá Petra y ando a la “cata” del señó Joaquín, que me han dicho que me la pega con una furcia que vive por estas calles”.

Así es como se descubrió la identidad de la última marimanta de Cáceres, y con ella el recuerdo de una figura que ha permanecido en el imaginario de una ciudad que parece haber perdido la memoria de los seres que deambulaban, o deambulan, las calles empedradas de nuestra ciudad antigua, quizá consciente de que las mejores historias no han ocurrido por la presencia de espectros, sino que los cacereños han protagonizado en las noches cacereñas historias reales, o no, que superan la fantasía y lo sobrenatural.

Pero viajemos más atrás en el tiempo imaginando el Cáceres renacentista y los habituales duelos a muerte por afrentas de honor.

DUELOS A MUERTE Y SU MARCA EN PIEDRA

En las sombrías páginas de la historia de los siglos XV y XVI, se teje un oscuro tapiz de intrigas y desafíos que se desataban en las tinieblas de la noche. Los duelos a muerte, en su búsqueda de honor y venganza, se convertían en danzas mortales bajo el manto estrellado, donde la muerte y el dolor no eran el único precio, en una época donde las sombras ocultaban secretos y se condenaba eternamente a quien había luchado por su honra, mientras que la luna, testigo silente, iluminaba el camino hacia el enfrentamiento definitivo y al olvido eterno. El fenómeno del duelo, ancestral en su naturaleza, floreció con particular intensidad en el siglo XV, cuando los españoles dieron origen y desarrollaron la esgrima moderna. Desde entonces, en el marco de un Imperio en expansión, los ideales renacentistas y caballerescos se alzaron como pilares fundamentales de honor y honra que todo hombre debía seguir. En esta época, los españoles se forjaron como individuos inmensamente arrogantes, soberbios y orgullosos, donde la honra prevalecía sobre Dios, hacienda, patria y Rey, y la mancha de honor solo podía limpiarse con sangre.

Este fenómeno del duelo se extendió rápidamente por toda Europa, propagándose desde la Península Ibérica hasta Italia. Llegó a ser considerado un problema social, en el que un simple cruce de miradas en la plaza de Santa María o el choque de hombros en un mercado podía desencadenar un duelo a muerte. A pesar de los esfuerzos de reyes y generales por prohibir esta práctica, sus intentos fueron en vano, ya que perdían a muchos de sus hombres más valiosos para la guerra.

No fue hasta la conclusión del Concilio de Trento en 1563 que la Iglesia de Roma brindó su apoyo a la prohibición de los duelos. A partir de entonces, todos los participantes en duelos, incluyendo a sus padrinos, quedaron excomulgados. El Concilio declaró:

"Extermínese enteramente del mundo cristiano la detestable costumbre de los desafíos... Los que entraren en el desafío, y los que se llaman sus padrinos, incurran en la pena de excomunión y de la pérdida de todos sus bienes, y en la de infamia perpetua, y deben ser castigados según los sagrados cánones, como homicidas; y si muriesen en el mismo desafío, carezcan perpetuamente de sepultura eclesiástica."

Los duelistas, ahora excomulgados, no podían recibir misas, y a menudo sus restos eran arrojados en fosas comunes. Sus familias, en un último gesto de caridad, marcaban cruces tumularias en los lugares de su fallecimiento, permitiendo a los transeúntes rezar por las almas de aquellos que habían caído en duelo. Estas cruces, aunque su origen no se puede confirmar con certeza, evocan una historia de honor, pasión y muerte en el oscuro manto de la noche cacereña

Estas huellas del pasado se pueden encontrar en las afueras de las ciudades, a veces cerca de iglesias, como la que se ubica en la esquina de la Calle General Ezponda y la Plaza de la Concepción, en el Palacio de Camarena. Otras veces aparecen en callejones oscuros, como en la Cuesta de Aldana o en los adarves, como periferia física de las prohibiciones y ojos curiosos. Quedan estas cruces como testigos mudos y anónimos de una batalla perdida en la noche y de la muerte acaecida bajo los cielos del viejo Cáceres. Pero no todos los duelos acababan mal, e incluso, a veces, ocurrían milagros.

LUZ Y SOMBRAS BAJO EL ARCO DEL CRISTO

En los tiempos en que Cáceres aún latía con fervor en sus calles adoquinadas la lucha por el honor, dos jóvenes de alta alcurnia se citaron en el Arco del Cristo para resolver un conflicto que solo el amor podía desencadenar. El cuadro del Cristo había sido recientemente colocado en aquel rincón emblemático, y bajo su mirada piadosa, dos enamorados de una misma dama se retaron a un duelo a muerte. Las versiones que nos llegan varían: unos dicen que fue un enfrentamiento a pistola, mientras que otros juran que fue a espada. Sea como fuere, el destino los llevó a ese lugar antes del amanecer de un tranquilo domingo de abril.

Bajo el manto estrellado de la noche y la débil luz de un pequeño farol que iluminaba el cuadro del cristo y sus oscuras intenciones, comenzó el duelo. Sin embargo, el farol parecía ser cómplice de la luz que estaba por venir junto al alba, pues se apagó repetidamente, hasta siete veces cuando se disponían a comenzar la contienda. La claridad amenazaba con devorarlos, y los ánimos de los jóvenes, cansados y agotados, empezaron a flaquear.

Fue entonces, cuando el amanecer comenzaba a teñir el horizonte con tonalidades doradas, que los dos caballeros interpretaron las señales del Cristo crucificado. La luz titilante del farol, como una guía divina, les hizo entender que la vida de ninguno de ellos debía sacrificarse por un amor no correspondido. Decidieron, juntos, poner fin al duelo y enfrentar la realidad: era la dama quien debía decidir con quién quedarse.

Los dos jóvenes partieron hacia la casa de la doncella, ansiosos por ofrecerle esta última elección. Sin embargo, al llegar, presenciaron un desgarrador espectáculo: la dama salía de su hogar acompañada por otro galante de la villa, con el que mantenía una relación secreta. Fue entonces cuando decidieron honrar la señal que el Cristo les había enviado aquella noche, prometiendo mantener viva la luz del farol en el Arco del Cristo que desde entonces ilumina cada noche la entrada más antigua a la ciudad amurallada. Y aunque en este caso la historia acaba bien, en otras ocasiones sí son la muerte y el dolor quienes tiñen de negro una noche que dura eternamente.

LA CALLE DE LA AMARGURA

La noche también es testigo y cómplice de una de las leyendas menos conocidas de las que recorren los muros de la ciudad de Cáceres. En las traseras de la Concatedral de Santa María discurre una empinada y empedrada cuesta que lleva como nombre La Calle de la Amargura. A simple vista, pareciera una calle más en esta ciudad llena de encanto, pero su nombre revela una leyenda tan profunda como enigmática. La historia que le da nombre a esta calle se remonta a un tiempo olvidado, cuando los placeres y los pecados eran una moneda corriente en la vida nocturna de la ciudad. En aquel entonces, La Calle de la Amargura albergaba un viejo lupanar que plagaba de rumores los oídos de los inquietos ciudadanos. El prostíbulo era regentado con firmeza y gracia por una mujer de carácter inquebrantable: Doña Lola. Su reputación era legendaria; tenía el don de satisfacer los deseos tanto de los menos afortunados como los de la alta sociedad con igual destreza.


Una noche, cuando las estrellas titilaban en el cielo cacereño y la luna arrojaba su pálida luz sobre las piedras centenarias, un hombre de edad avanzada llegó a la puerta del prostíbulo, con las manos manchadas de sangre y el corazón atormentado. Había matado a un joven en medio de una acalorada disputa de juego, y su mirada reflejaba el peso de la culpa. Sin embargo, Doña Lola no era una mujer que hiciera demasiadas preguntas o buscara explicaciones detalladas. En su lugar, ofreció al anciano asesino dos opciones: ocultarse en el sótano del prostíbulo hasta que pudiera huir por sí mismo, o, por un precio un poco más alto, disponer de hombres y caballos para salir de la ciudad de inmediato.

La oscuridad lo envolvió mientras galopaba a través de caminos tortuosos, alejándose de su pasado siniestro. La Sierra de la Mosca se recortaba en el horizonte, testigo mudo de su huida, y el alba comenzaba a teñir de tenues colores el cielo. El anciano se sentía a salvo, pero no sabía que su huida iba a desencadenar una tragedia aún mayor.

La noche, que parecía eterna, aún no había cedido su dominio cuando las autoridades llamaron a la puerta del prostíbulo de Doña Lola. Al abrirla, ella no presagiaba la noticia que le iban a dar y, de hecho, nada podría haberla preparado para el desgarrador anuncio: su propio hijo, su amado vástago, había sido apuñalado en una trágica riña de juego a manos de un anciano que le mató por la espalda. A pesar de los desesperados esfuerzos por encontrar al asesino, este se había esfumado sin dejar rastro.

 A partir de ese funesto momento, Doña Lola sintió que la luz del día nunca más volvería a brillar para ella. Había perdido a su hijo y había ayudado a escapar a su cobarde asesino. Sus lamentos desgarradores resonaron a través de la calle del ya cerrado lupanar, como un eco de tristeza que se negaba a desvanecer. Así, la calle adoptó un nombre que reflejaba la amargura eterna de su dueña y el dolor que había conocido: "La Calle de la Amargura". Sus lágrimas y susurros se convirtieron en parte de la historia de la ciudad, recordándonos que, a veces, algunas acciones tienen consecuencias insondables que trascienden el tiempo y el espacio; acciones y decisiones motivadas, a veces, por la codicia y otras veces por amor.

LA MORA DE MANSABORÁ

Y si la noche es protagonista de una de leyenda fundamental en la historia de Cáceres, es sin duda la que narra la conquista de la ciudad a los almohades por parte de Alfonso IX de León en el tránsito del 22 al 23 de abril de 1229, aunque esta sea solo la última de muchas noches que fueron las verdaderas causantes de aquella decisiva batalla. La hija del Caíd que gobernaba en Qaziris salía al ponerse el sol a pasear con sus damas de compañía por la Ribera del Marco bajo el auspicio de la oscuridad y la esperanza de aliviar el peso de un asedio intramuros que duraba ya demasiado tiempo. En una de esas noches se toparon con varios jóvenes soldados y un capitán cristiano que también buscaban una manera de esparcimiento y desconexión de una batalla que se retrasaba en demasía. Las miradas entre el capitán y la princesa mora se cruzaron y ambos grupos de jóvenes decidieron hacer como que no había visto al otro al no encontrar sentido a iniciar una disputa que no llevaría a ninguna parte. Los encuentros se fueron repitiendo y la distancia que separaba a estos grupos se acortó hasta que empezaron los saludos, seguidos de frases de cortesía hasta llegar a conversaciones intrascendentes, aunque la mirada entre el capitán y la hija del Caíd mostraba que estaba surgiendo algo más. Tuvieron que pasar varias lunas llenas para revelar la evidencia y que ambos jóvenes dieran juntos sus paseos seguidos a una discreta distancia por el séquito. Cuando se produjo la despedida de una noche cualquiera, una de las damas de compañía de la princesa se acercó al capitán cristiano y le entregó un pañuelo de seda que contenía algo en el interior. Al abrir aquel sorprendente regalo, el joven descubrió una gran llave y un pequeño plano que indicaba la entrada del pasadizo por el cual la princesa salía y entraba cada noche desde sus aposentos sin ser vista por la guardia de su padre. A partir de entonces los paseos cesaron y el cristiano usaba la llave de aquel pasaje para ir a las habitaciones de su amada y compartir un tiempo que ambos sabían se les escapaba entre los dedos. Así pasó febrero, un largo marzo y llegó abril y el asedio a las murallas del viejo Cáceres no surtía el efecto deseado y la presión y el cansancio de las tropas de ambos bandos iba en aumento, junto con el remordimiento de nuestro protagonista sabiendo que en sus manos tenía la manera de acceder a la alcazaba, poder así acabar la el cerco que habían iniciado meses antes y tomar definitivamente la ciudad, pero con el alto precio de traicionar y perder para siempre a su amada. Finalmente cumplir con su deber de soldado prevaleció y confesó a sus superiores que disponía de una manera sencilla para traspasar los muros de la ansiada Cáceres. Todo se preparó para la noche del 22 al 23 de abril; una avanzadilla iría por la zona opuesta de la muralla para que, al intentar contrarrestar el ataque, se descuidara la vigilancia de la alcazaba, utilizando la llave del pasadizo de la amada para entrar, por fin, en las entrañas de Qaziris. El plan fue tan sencillo que en pocas horas la ciudad fue tomada y antes de dar muerte al caíd, éste al ser consciente de la manera en la que habían penetrado en su palacio, condenó y hechizó a su hijo por aquella traición para toda la eternidad: vagaría por las calles del viejo Cáceres convertida en gallina de oro, acompañada de sus damas de compañía que serían unos polluelos que la seguirían, permitiendo en el equinoccio de verano volver a tomar su forma humana para que, por siempre, recordaran las futuras generaciones quién era el verdadero señor de la ciudad y quién fue la culpable de su pérdida.

Y a aquel pasadizo los cristianos que tomaron la ciudad de Cáceres le dieron un nombre que da idea que en la noche pueden aparecer espectros envueltos en sucias sábanas; se pueden dar duelos en los que no solo se perdía la vida, sino el honor o darse “milagros” para evitar la muerte de dos hombres luchando por la misma mujer y que a pesar de las traiciones y las batallas, siempre, al menos hasta ahora, llega un nuevo alba, y por eso bautizaron a aquel pasadizo como el pasaje de la Mansa Alborada, es decir, del amanecer tranquilo que siempre llega, con cada amanecer, a la ciudad de Cáceres.



[1] Cáceres. Año I, Nº 12. Lunes 5 de agosto de 1935.

[2] Era Nueva. Periódico republicano. Año II, Nº 24. 14 de enero de 1911

[3] El Bloque. Periódico demócrata. Año IV. Nº 171. 17 de enero de 1911

[4] Ventanas a la ciudad. Fernando García Morales. Cámara oficial de comercio e industria de Cáceres. 1995

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