INTRODUCCIÓN
¿Qué
es el día, y qué secretos guarda la noche? A simple vista, podría parecer una
pregunta elemental, reducible al simple juego de luces solares. Pero en
realidad, la distinción entre estos dos momentos inevitables abarca mucho más,
aunque el lenguaje, a menudo, se contente con dar nombres a la presencia o
ausencia de la luz, antiguas culturas conferían significados profundos a estos
fenómenos celestiales. Por ejemplo, los egipcios denominaban al anochecer IJEJU
y a la noche UJ, términos que evocaban la oscuridad, aunque también usaban
GEREH, derivado de GER, para remarcar el silencio nocturno. En su cosmovisión,
la noche constituía un caos regenerador, donde el sol, sumergido en el océano primordial
NUN, resurgía en cada amanecer, tejiendo un ciclo eterno. Pero no nos dejemos
engañar; la noche siempre ha estado entrelazada con la muerte, pues en sus
brazos pereció Osiris, convirtiéndola en una extensión del mundo de los
difuntos.
Los
romanos, herederos de esta percepción egipcia filtrada por la influencia
griega, también creían que en la oscuridad anidaban los episodios más trágicos.
Desde la escalofriante desmembración de Pénteo por manos de Ágave, hasta el
desgarrador final de Ítilo a manos de su padre Aedón, confundido por la noche
reinante. Sin olvidar la caída de la mítica Troya o el amargo destino de
Lucrecia, ocurridos también tras el ocaso; y fue durante la noche cuando
Epialtes consumó su traición contra los espartanos en el desfiladero de las
Termópilas. Además, aprovechando la ocultación por la falta de luz, libremente
se despliegan licántropos, estriges, manes y lemures.
¿Perdura
algún vestigio de este universo sombrío en nuestra cultura, en nuestro
imaginario? Inevitablemente, la respuesta es afirmativa. Les invito a
adentrarse conmigo en los relatos que se entrelazan alrededor de noches
memorables en uno de los parajes más enigmáticos y cautivadores de nuestra
tierra: la antigua ciudad de Cáceres.
LAS
MARIMANTAS
La
RAE define a las marimantas como: “f. coloq. Fantasma o figura con que se mete
miedo a los niños.”, por lo que podemos encuadrarlas dentro de los seres que
solo habitan el ideario colectivo con la cuestionable función de provocar el
miedo a los niños y niñas de la casa con los peligros de salir de noche. Esta
figura, como en otras ciudades, han deambulado por la parte antigua de Cáceres,
envueltas en sábanas o mantas, y alumbradas por un candil, hasta hace unas
décadas. Y no porque lo digan las historias contadas alrededor del fuego o las
leyendas orales, sino porque así lo recoge la propia prensa local. Fue muy
sonada la aparición de una marimanta la noche del 2 al 3 de enero de 1819[1], cuando en Camino Llano,
en su desembocadura en la Plaza de Pucheros, la actual Plaza Marrón, se
escucharon unos atronadores ruidos, un ensordecedor bramido seguido de la
visión de una figura “envuelta en una sucia sábana y un puchero con una vela
encendida sobre la cabeza”. Esta aparición causó pánico en un grupo de mujeres
que iban de recogida, hasta el punto de que, en la huida, se produjeron roturas
de piernas, heridas… y en el fragor del susto, estas mujeres abandonaron sus
sayas, extendiéndose por toda la calle, para facilitar la carrera.
De
nuevo aparece en la prensa una oleada de avistamientos en 1911, porque “se les
ha informado de que “noctambulea” por la ciudad una marimanta”[2]. En otros medios también
se afirma que “con insistencia se habla por todos lados, y a todas horas, de un
hombre para unas, de una mujer para otros […] que discurre por las calles y
plazas de la población.”[3]. Es curioso cómo en ningún
momento consideran la figura como un ente fantasmal, sin dudar en ningún
momento de su naturaleza carnal y lo que se plantean realmente es por qué no se
denuncian a estos “deambuladores” o por qué no se les detiene, llegándose a
conclusiones de todo tipo, como que las marimantas le pagan por su silencio un
duro a los testigos, o que tenían a sueldo a los serenos… Hasta los años 50
siguieron apareciendo las marimantas, siendo en esta década cuando dejaron de
reportase avistamientos de estas figuras, aunque siempre considerando que las
marimantas se trataban de personajes muy humanos, porque en ningún caso se
apela a lo sobrenatural o lo fantasmal.
Y esto ocurre porque, a excepción de los atemorizados niños, nadie pensaba en las marimantas como un espectro del más allá. ¿Recuerdan la aparición de 1819? Pues pronto se supo que “el espectro” no era otro que Santano, el calderero, que se encontraba en el velatorio de su amigo Román Patuela, en unas de esas vigilias donde el silencio y el recogimiento reinaban, solo perturbados por la algarabía que formaba un grupo de mujeres, a la que quiso poner fin Santano, en primer lugar, con una bramadera, y al ver que el problema se agravaba en lugar de solucionarse, decidió salir embozado en una vieja sábana para asustar y espantar a las ruidosas vecinas. Tan sonado fue este episodio, que, de la aparición de una veintena de sayas regadas por el suelo de Camino Llano, surgió un chascarrillo en la ciudad:
“En
el mar se crían peces,
en
Málaga boquerones
y
en sayas de cacereñas
cascarria
como melones”
¿Y
sabemos quién fue esa última marimanta de los años 50? Pues afortunadamente sí,
y gracias al periodista Fernando García Morales[4] que nos cuenta que en el Barrio
de San Antonio comenzó a verse una marimanta envuelta en un sudario blanco y un
farol. Ésta solía permanecer estática sin interaccionar demasiado con nadie,
hasta que se topó con un jovencito panadero llamado Antonio, que se encontró
con ella cuando marchaba a trabajar y en un primer encuentro, del susto, salió
a correr diciendo: “te libras porque no llevo la navaja, pero la próxima vez
que me salga, aunque seas un alma en pena, te rajo en dos”. Parece que aquella
advertencia surtió efecto y “el fantasma” dejó de verse unas semanas, aunque
pasado este tiempo, la figura espectral volvió a deambular por la judería vieja,
sin contar que esta vez Antonio ya no salía de casa sin su navaja cabritera.
Así es que pasó lo que tenía que pasar, y el encuentro entre la marimanta y el
joven panadero volvió a darse. En esta ocasión Antonio salió corriendo tras
ella, que, recogiéndose los bajos de la sábana, emprendió la marcha. Viendo que
iba a ser alcanzada se subió a una reja y espetó entre llantos y con la respiración
entrecortada: “Antonio, hijo, no me hagas nada que soy la señá Petra y ando a
la “cata” del señó Joaquín, que me han dicho que me la pega con una furcia que
vive por estas calles”.
Así
es como se descubrió la identidad de la última marimanta de Cáceres, y con ella
el recuerdo de una figura que ha permanecido en el imaginario de una ciudad que
parece haber perdido la memoria de los seres que deambulaban, o deambulan, las
calles empedradas de nuestra ciudad antigua, quizá consciente de que las
mejores historias no han ocurrido por la presencia de espectros, sino que los
cacereños han protagonizado en las noches cacereñas historias reales, o no, que
superan la fantasía y lo sobrenatural.
Pero
viajemos más atrás en el tiempo imaginando el Cáceres renacentista y los
habituales duelos a muerte por afrentas de honor.
DUELOS
A MUERTE Y SU MARCA EN PIEDRA
En
las sombrías páginas de la historia de los siglos XV y XVI, se teje un oscuro
tapiz de intrigas y desafíos que se desataban en las tinieblas de la noche. Los
duelos a muerte, en su búsqueda de honor y venganza, se convertían en danzas
mortales bajo el manto estrellado, donde la muerte y el dolor no eran el único
precio, en una época donde las sombras ocultaban secretos y se condenaba eternamente
a quien había luchado por su honra, mientras que la luna, testigo silente,
iluminaba el camino hacia el enfrentamiento definitivo y al olvido eterno. El
fenómeno del duelo, ancestral en su naturaleza, floreció con particular
intensidad en el siglo XV, cuando los españoles dieron origen y desarrollaron
la esgrima moderna. Desde entonces, en el marco de un Imperio en expansión, los
ideales renacentistas y caballerescos se alzaron como pilares fundamentales de
honor y honra que todo hombre debía seguir. En esta época, los españoles se
forjaron como individuos inmensamente arrogantes, soberbios y orgullosos, donde
la honra prevalecía sobre Dios, hacienda, patria y Rey, y la mancha de honor
solo podía limpiarse con sangre.
Este
fenómeno del duelo se extendió rápidamente por toda Europa, propagándose desde
la Península Ibérica hasta Italia. Llegó a ser considerado un problema social,
en el que un simple cruce de miradas en la plaza de Santa María o el choque de
hombros en un mercado podía desencadenar un duelo a muerte. A pesar de los
esfuerzos de reyes y generales por prohibir esta práctica, sus intentos fueron
en vano, ya que perdían a muchos de sus hombres más valiosos para la guerra.
No
fue hasta la conclusión del Concilio de Trento en 1563 que la Iglesia de Roma
brindó su apoyo a la prohibición de los duelos. A partir de entonces, todos los
participantes en duelos, incluyendo a sus padrinos, quedaron excomulgados. El
Concilio declaró:
"Extermínese
enteramente del mundo cristiano la detestable costumbre de los desafíos... Los
que entraren en el desafío, y los que se llaman sus padrinos, incurran en la
pena de excomunión y de la pérdida de todos sus bienes, y en la de infamia
perpetua, y deben ser castigados según los sagrados cánones, como homicidas; y
si muriesen en el mismo desafío, carezcan perpetuamente de sepultura
eclesiástica."
Los
duelistas, ahora excomulgados, no podían recibir misas, y a menudo sus restos
eran arrojados en fosas comunes. Sus familias, en un último gesto de caridad,
marcaban cruces tumularias en los lugares de su fallecimiento, permitiendo a
los transeúntes rezar por las almas de aquellos que habían caído en duelo.
Estas cruces, aunque su origen no se puede confirmar con certeza, evocan una
historia de honor, pasión y muerte en el oscuro manto de la noche cacereña
Estas
huellas del pasado se pueden encontrar en las afueras de las ciudades, a veces
cerca de iglesias, como la que se ubica en la esquina de la Calle General
Ezponda y la Plaza de la Concepción, en el Palacio de Camarena. Otras veces
aparecen en callejones oscuros, como en la Cuesta de Aldana o en los adarves,
como periferia física de las prohibiciones y ojos curiosos. Quedan estas cruces
como testigos mudos y anónimos de una batalla perdida en la noche y de la
muerte acaecida bajo los cielos del viejo Cáceres. Pero no todos los duelos
acababan mal, e incluso, a veces, ocurrían milagros.
LUZ
Y SOMBRAS BAJO EL ARCO DEL CRISTO
En
los tiempos en que Cáceres aún latía con fervor en sus calles adoquinadas la
lucha por el honor, dos jóvenes de alta alcurnia se citaron en el Arco del
Cristo para resolver un conflicto que solo el amor podía desencadenar. El
cuadro del Cristo había sido recientemente colocado en aquel rincón
emblemático, y bajo su mirada piadosa, dos enamorados de una misma dama se
retaron a un duelo a muerte. Las versiones que nos llegan varían: unos dicen
que fue un enfrentamiento a pistola, mientras que otros juran que fue a espada.
Sea como fuere, el destino los llevó a ese lugar antes del amanecer de un
tranquilo domingo de abril.
Bajo
el manto estrellado de la noche y la débil luz de un pequeño farol que
iluminaba el cuadro del cristo y sus oscuras intenciones, comenzó el duelo. Sin
embargo, el farol parecía ser cómplice de la luz que estaba por venir junto al
alba, pues se apagó repetidamente, hasta siete veces cuando se disponían a
comenzar la contienda. La claridad amenazaba con devorarlos, y los ánimos de los
jóvenes, cansados y agotados, empezaron a flaquear.
Fue
entonces, cuando el amanecer comenzaba a teñir el horizonte con tonalidades
doradas, que los dos caballeros interpretaron las señales del Cristo
crucificado. La luz titilante del farol, como una guía divina, les hizo
entender que la vida de ninguno de ellos debía sacrificarse por un amor no
correspondido. Decidieron, juntos, poner fin al duelo y enfrentar la realidad:
era la dama quien debía decidir con quién quedarse.
Los
dos jóvenes partieron hacia la casa de la doncella, ansiosos por ofrecerle esta
última elección. Sin embargo, al llegar, presenciaron un desgarrador
espectáculo: la dama salía de su hogar acompañada por otro galante de la villa,
con el que mantenía una relación secreta. Fue entonces cuando decidieron honrar
la señal que el Cristo les había enviado aquella noche, prometiendo mantener
viva la luz del farol en el Arco del Cristo que desde entonces ilumina cada
noche la entrada más antigua a la ciudad amurallada. Y aunque en este caso la historia
acaba bien, en otras ocasiones sí son la muerte y el dolor quienes tiñen de
negro una noche que dura eternamente.
LA
CALLE DE LA AMARGURA
La noche también es testigo y cómplice de una de las leyendas menos conocidas de las que recorren los muros de la ciudad de Cáceres. En las traseras de la Concatedral de Santa María discurre una empinada y empedrada cuesta que lleva como nombre La Calle de la Amargura. A simple vista, pareciera una calle más en esta ciudad llena de encanto, pero su nombre revela una leyenda tan profunda como enigmática. La historia que le da nombre a esta calle se remonta a un tiempo olvidado, cuando los placeres y los pecados eran una moneda corriente en la vida nocturna de la ciudad. En aquel entonces, La Calle de la Amargura albergaba un viejo lupanar que plagaba de rumores los oídos de los inquietos ciudadanos. El prostíbulo era regentado con firmeza y gracia por una mujer de carácter inquebrantable: Doña Lola. Su reputación era legendaria; tenía el don de satisfacer los deseos tanto de los menos afortunados como los de la alta sociedad con igual destreza.
Una
noche, cuando las estrellas titilaban en el cielo cacereño y la luna arrojaba
su pálida luz sobre las piedras centenarias, un hombre de edad avanzada llegó a
la puerta del prostíbulo, con las manos manchadas de sangre y el corazón
atormentado. Había matado a un joven en medio de una acalorada disputa de
juego, y su mirada reflejaba el peso de la culpa. Sin embargo, Doña Lola no era
una mujer que hiciera demasiadas preguntas o buscara explicaciones detalladas.
En su lugar, ofreció al anciano asesino dos opciones: ocultarse en el sótano
del prostíbulo hasta que pudiera huir por sí mismo, o, por un precio un poco
más alto, disponer de hombres y caballos para salir de la ciudad de inmediato.
La
oscuridad lo envolvió mientras galopaba a través de caminos tortuosos,
alejándose de su pasado siniestro. La Sierra de la Mosca se recortaba en el
horizonte, testigo mudo de su huida, y el alba comenzaba a teñir de tenues
colores el cielo. El anciano se sentía a salvo, pero no sabía que su huida iba
a desencadenar una tragedia aún mayor.
La
noche, que parecía eterna, aún no había cedido su dominio cuando las
autoridades llamaron a la puerta del prostíbulo de Doña Lola. Al abrirla, ella
no presagiaba la noticia que le iban a dar y, de hecho, nada podría haberla
preparado para el desgarrador anuncio: su propio hijo, su amado vástago, había
sido apuñalado en una trágica riña de juego a manos de un anciano que le mató
por la espalda. A pesar de los desesperados esfuerzos por encontrar al asesino,
este se había esfumado sin dejar rastro.
LA
MORA DE MANSABORÁ
Y
si la noche es protagonista de una de leyenda fundamental en la historia de
Cáceres, es sin duda la que narra la conquista de la ciudad a los almohades por
parte de Alfonso IX de León en el tránsito del 22 al 23 de abril de 1229,
aunque esta sea solo la última de muchas noches que fueron las verdaderas
causantes de aquella decisiva batalla. La hija del Caíd que gobernaba en Qaziris
salía al ponerse el sol a pasear con sus damas de compañía por la Ribera del
Marco bajo el auspicio de la oscuridad y la esperanza de aliviar el peso de un
asedio intramuros que duraba ya demasiado tiempo. En una de esas noches se
toparon con varios jóvenes soldados y un capitán cristiano que también buscaban
una manera de esparcimiento y desconexión de una batalla que se retrasaba en
demasía. Las miradas entre el capitán y la princesa mora se cruzaron y ambos
grupos de jóvenes decidieron hacer como que no había visto al otro al no
encontrar sentido a iniciar una disputa que no llevaría a ninguna parte. Los
encuentros se fueron repitiendo y la distancia que separaba a estos grupos se
acortó hasta que empezaron los saludos, seguidos de frases de cortesía hasta
llegar a conversaciones intrascendentes, aunque la mirada entre el capitán y la
hija del Caíd mostraba que estaba surgiendo algo más. Tuvieron que pasar varias
lunas llenas para revelar la evidencia y que ambos jóvenes dieran juntos sus
paseos seguidos a una discreta distancia por el séquito. Cuando se produjo la
despedida de una noche cualquiera, una de las damas de compañía de la princesa
se acercó al capitán cristiano y le entregó un pañuelo de seda que contenía
algo en el interior. Al abrir aquel sorprendente regalo, el joven descubrió una
gran llave y un pequeño plano que indicaba la entrada del pasadizo por el cual
la princesa salía y entraba cada noche desde sus aposentos sin ser vista por la
guardia de su padre. A partir de entonces los paseos cesaron y el cristiano
usaba la llave de aquel pasaje para ir a las habitaciones de su amada y
compartir un tiempo que ambos sabían se les escapaba entre los dedos. Así pasó
febrero, un largo marzo y llegó abril y el asedio a las murallas del viejo Cáceres
no surtía el efecto deseado y la presión y el cansancio de las tropas de ambos
bandos iba en aumento, junto con el remordimiento de nuestro protagonista
sabiendo que en sus manos tenía la manera de acceder a la alcazaba, poder así
acabar la el cerco que habían iniciado meses antes y tomar definitivamente la
ciudad, pero con el alto precio de traicionar y perder para siempre a su amada.
Finalmente cumplir con su deber de soldado prevaleció y confesó a sus
superiores que disponía de una manera sencilla para traspasar los muros de la
ansiada Cáceres. Todo se preparó para la noche del 22 al 23 de abril; una
avanzadilla iría por la zona opuesta de la muralla para que, al intentar
contrarrestar el ataque, se descuidara la vigilancia de la alcazaba, utilizando
la llave del pasadizo de la amada para entrar, por fin, en las entrañas de
Qaziris. El plan fue tan sencillo que en pocas horas la ciudad fue tomada y
antes de dar muerte al caíd, éste al ser consciente de la manera en la que
habían penetrado en su palacio, condenó y hechizó a su hijo por aquella
traición para toda la eternidad: vagaría por las calles del viejo Cáceres
convertida en gallina de oro, acompañada de sus damas de compañía que serían
unos polluelos que la seguirían, permitiendo en el equinoccio de verano volver
a tomar su forma humana para que, por siempre, recordaran las futuras
generaciones quién era el verdadero señor de la ciudad y quién fue la culpable
de su pérdida.
Y
a aquel pasadizo los cristianos que tomaron la ciudad de Cáceres le dieron un
nombre que da idea que en la noche pueden aparecer espectros envueltos en
sucias sábanas; se pueden dar duelos en los que no solo se perdía la vida, sino
el honor o darse “milagros” para evitar la muerte de dos hombres luchando por
la misma mujer y que a pesar de las traiciones y las batallas, siempre, al
menos hasta ahora, llega un nuevo alba, y por eso bautizaron a aquel pasadizo
como el pasaje de la Mansa Alborada, es decir, del amanecer tranquilo que
siempre llega, con cada amanecer, a la ciudad de Cáceres.
[1] Cáceres.
Año I, Nº 12. Lunes 5 de agosto de 1935.
[2] Era
Nueva. Periódico republicano. Año II, Nº 24. 14 de enero de 1911
[3] El
Bloque. Periódico demócrata. Año IV. Nº 171. 17 de enero de 1911
[4] Ventanas
a la ciudad. Fernando García Morales. Cámara oficial de comercio e industria de
Cáceres. 1995
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