Cada vez que escribo sobre los Barruecos comienzo diciendo lo mismo: que no deja de asombrarme. En cuanto te desvías un poco de las rutas habituales te sorprendes, y aunque pienses que conoces cada una de sus rocas, de sus cigüeñas o de sus tumbas, te topas con novedades a cada paso al mínimo descuido. Cuando hacía las rutas en bici por allí veía en una zona cercana a la charca de arriba un tejado a lo lejos que me llamaba la atención, y el otro día me decidí a acercarme. El paisaje se ha convertido en desolador en un par de semanas, el campo amarillo y seco se ha apoderado de la llanura malpartideña, haciendo de esta zona un arisco compañero de viaje.
Según me acerco "al tejado" me sorprendo al encontrar innumerables tumbas de gran porte, muy trabajadas, y muchas de ellas, en perfecto estado de conservación. Además pueden verse otras interesantes rocas talladas, así como lo que parecen dos ortostatos delimitando la entrada a una pequeña parcela.
Justo a la pequeña casa, que seguramente sea un bujío reaprovechado, unas zahúrdas en muy buen estado, con su gran "patio central" y sus pequeñas "habitaciones" con dintel de cantería. A pocas decenas de metros otra en estado ruinoso. El conjunto nos da idea del esplendor ganadero de otra época y nos sugiere la importancia que este lugar ha tenido durante siglos.
Los amarillos del paisaje, el prematuro viento cálido, el implacable sol y la ruina, hicieron que esta visita acabara con una extraña sensación de rechazo, pero no mío por el entorno, sino de aquel lugar hacia mí, como si me invitara amablemente a marcharme, a no descubrir sus secretos, como queriendo seguir siendo durante mucho tiempo un simple tejado que se ve a lo lejos y que nadie se acerca a conocer, aunque seguramente mi segunda visita no tardará en llegar.
Comentarios
Publicar un comentario