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LAS DOS CARAS DE UN ESCUDO. LEYENDA EN LA CASA DEL SOL

Hoy os voy a relatar otra de esas historias que mi abuelo me contaba en nuestros interminables paseos por la parte antigua. Sin más credibilidad que la suya y la que le daba la tradición oral. No olvidemos que detrás de toda leyenda, aunque sea en lo más profundo del relato, hay algo de verdad…o no.


En el número dos del Callejón de la Monja se sitúa la imponente Casa del Sol. Gótica, del siglo XV, pero con una cuestionada remodelación en el XVI que le otorgó su aspecto actual. Destaca la torre en ángulo con puerta de arco de medio punto con dovelas planas y unidas. Arriba, un precioso matacán semicircular con aspilleras en forma de cruz, que descansa sobre tres ménsulas. A sus lados, dos pequeñas ventanas con arco de medio punto rebajado. Bajo el matacán una ventana cuadrangular con moldura en piedra que descansa sobre un alfiz, donde vemos, además, una gárgola zoomorfa en el lado izquierdo como elemento únicamente decorativo. Y en el centro de la fachada, el magnífico escudo de los Solís bajo un ostentoso yelmo emplumado. Se trata de un sol con cara humana con mueca burlona-carnavalesca de la que parten 16 rayos, 8 de ellos mordidos por sendos dragantes o cabezas de serpiente. Las obras de la fachada NO fueron contratadas con el cantero Pedro Gómez el 15 de febrero de 1549 ante el notario Cabrera como se indica en la mayoría de la bibliografía. Este contrato lo hace Francisco de Solís, que desde un trabajo de Antonio Floriano, se relacionaba con el dueño de la Casa del Sol. En realidad ese Francisco, como aseguran las últimas investigaciones de José Miguel Mayoralgo, era en realidad un Ulloa que residía en la calle Amargura, para donde se contrataron dichas reformas. Una vez aclarado este error continuamos con la leyenda sobre los escudos.


 

Ahora nos tenemos que fijar en el otro escudo de la familia que se encuentra en la bajada del Callejón de la Monja y que nos lleva a la Casa del Mono. Es más que notable la diferencia en el semblante de este rostro si lo comparamos con el de la fachada. En este caso el dolor, el enfado o la tristeza contrastan con la amabilidad del presente sobre la puerta principal. Algo que no pasó desapercibido por los cacereños que comenzaron a recrear historias y leyendas que explicaban esas diferencias. Como ya dije al comienzo, os contaré la versión de mi abuelo, que no es ni mejor ni peor que la de cualquier otro, pero que para mí es la auténtica y verdadera, por motivos más que evidentes.

En ese año de 1549, con las obras de la casa, su señor, y para ensalzar la nobleza de sus apellidos, contrata a un maestro cantero, el mejor del reino. Le manda venir desde tierras salmantinas para que esculpa el más vistoso y más bello escudo de la villa. El artista llega a Cáceres con dos de sus hijos, que además de acompañarle eran sus mejores ayudantes y aprendices. Inmediatamente las ideas le vienen a la cabeza y comienza a tallar el majestuoso escudo de los Solís, pomposo, enérgico, casi insultante. Pasaban los días y se empezaba a apreciar lo que sólo estaba en la cabeza del cantero, y crecía la emoción tanto del señor como la de los hijos del maestro, al poder contemplar la belleza de su obra. Pero todo no iba del todo bien en la estancia de los artistas salmantinos en la pequeña ciudad de Cáceres. El hijo mayor comenzó a escaparse por las noches para conocer los rincones más turbios y menos recomendables de la Villa. Maleantes, prostitutas, ladrones y jugadores eran la compañía habitual del muchacho. Por las mañanas, exhausto y preocupado, ponía decenas de excusas para justificar su cansancio delante del padre.



Cuando el maestro cantero concluyó el impresionante escudo, el señor de la casa, entusiasmado con su trabajo, le mandó hacer unas reformas en la fachada lateral y le pidió que esculpiera otro escudo, aunque de menor tamaño, para ella. Éste aceptó gustoso la oferta, lo que le llevaría a permanecer unas semanas más en la Villa de Cáceres.



Una mañana, el primer lunes del mes, muy temprano, apareció en la casa su hijo mayor sollozando y con las manos ensangrentadas. Por unas deudas de juego había matado a un hombre esa misma noche. A esas horas de la mañana ya todas las entradas y salidas de la ciudad estarían vigiladas por las autoridades y estarían a punto de ir a buscarle donde residía con su padre y hermano. Así es que no se les ocurrió otra cosa que encerrar al hijo en el muro en el que estaban trabajando en la Casa del Sol, emparedándolo parcialmente, dejando únicamente un pequeño hueco por donde entraría el aire y le podrían suministrar, con todo el cuidado del mundo, algo de bebida y alimento hasta que pudieran sacarlo de la ciudad.

En efecto las autoridades llegaron a la casa y se llevaron preso al hermano pequeño que guardaba un gran parecido con el mayor. El infortunio y la situación por la que pasaba el cantero, le hicieron caer enfermo y le obligaron a pasar, casi sin conocimiento, varios días en cama. Cuando el menor de los hermanos fue liberado se enteró del estado de salud de su padre. Corrió a comprobar que su hermano mayor estaba bien en su ataúd de piedra, pero cuando llegó éste había muerto por falta de comida, pero sobre todo de agua. Mientras su padre se recuperaba terminó la obra tapando el pequeño hueco de ventilación que habían dejado, para así tapiar y enterrar la vergüenza y el gran error que habían cometido. Entonces acometió el tallado del escudo, al que no podía poner una cara amable o alegre. En este rostro quedaría reflejado para siempre el dolor que su padre, y él mismo, iban a soportar por haber permitido que su hermano muriera, dejando, además, una pequeña señal de duelo del lugar donde su cuerpo permanecería para siempre. El padre terminó por recuperarse, las obras finalizaron, y regresaron ambos a Salamanca con el secreto de la muerte de su hijo y hermano, pero dejando pagado el encargo a un sirviente de confianza de la casa, que depositaría bajo el escudo de la triste cara, un puñado de flores silvestres cada primer lunes de mes.

Aún muchos afirman en la ciudad que el primer laborable de cada mes aparece una pequeña flor en el Callejón de la Monja, porque aún alguien mantiene vivo el recuerdo del hijo que el Maestro Cantero dejó morir en la Villa de Cáceres.

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