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LAS CASAS DE LA ERA EN LA CERVERA



En mi ir y venir diario por la A-66 y en el ir y venir semanal por la Vía de la Plata subido en la bici, a lo lejos, casi a la altura del aeródromo de la Cervera, veo los restos famélicos de una construcción abandonada. Desde la distancia no se aprecia ningún elemento de interés: parece una edificación relativamente moderna y en mal estado. Durante años cada vez que pasaba por la confluencia del camino que me llevaría a ella en unos escasos metros, me decía: “la próxima vez me acerco, hoy sigo camino”. Pero por una razón que aún no logro adivinar, hace unos días me acerqué. Confieso que lo hice con la esperanza de acabar con mis prejuicios negativos del paisaje cacereño de verano. La luz de estas fechas (aunque aún sea primavera) me ciega, me resulta inquietante esta radiación casi vertical que logra, incluso, robarnos la sombra durante una parte del año y su constante incisión sobre nosotros nos recuerda que existe un mundo que escapa a la longitud de onda de la luz visible y que nos ataca y nos acecha. Los campos secos y “pinchosos” se nos muestran hostiles, como queriéndonos decir que no es el momento de pasear por sus sedientos suelos. Pero la esperanza de encontrar la belleza en los amarillos y en el cielo despejado, junto a la idea de jugar con una luz que no quiere jugar con nosotros en un paisaje recién segado y abandonado, me llevó, está vez sí, a desviarme por ese camino que me llevaría en pocos metros a ese edificio que tantas veces desprecié y que ahora se me mostraba generoso en su decadente plenitud.








Dejé mi bici como quien descabalga de su rocinante mecánico; miré con el deseo de encontrar la belleza que en mi me mente le había negado, pero ahí estaba, generosa, humilde pero altiva, como queriendo mostrar la grandeza de un pasado perdido en los restos mortecinos que aún le quedan en pie. Debió de ser una pequeña casa rodeada de grandes espacios para el ganado y los aperos de la labranza. Llantos de niños que soñaban con reír; risas de adultos que deseaban llorar y un silencio que me gritaba desde otro tiempo es lo que pude escuchar mientras me adentraba por sus muros. No sentí el rechazo del espacio, ni la hostilidad del terreno seco, e incluso por un momento sentí recuperar mi sombra alargada de otoño. En ese momento supe que la visita se había demorado demasiado tiempo, pero a la vez comprendí que ese era el día en que la tenía que visitar, ni antes ni después. Las alpacas por recoger, la luz que acuchillaba mi piel, y el silencio roto por chicharras me fueron cercanas, casi amables, como un intento vano de reconciliarme con el verano, su luz, calores y colores.






No es la ruina más bonita de los alrededores de la ciudad, pero no por eso no se merecía una visita y un reconocimiento al pasado que atesora, y por eso os la he querido enseñar, Al Detalle.




P.D. La casa se sitúa junto a la Vía de la Plata, poco antes de llegar al Aeródromo de la Cervera si vamos en dirección sur. En los pueblos cercanos la conocen con La Casa de las PulgasPINCHA AQUÍ PARA CONOCER SU UBICACIÓN

Comentarios

  1. Haces poesía de las cosas que nos pueden parecer insignificantes. Muy bien “Cáceres al Detalle”

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