Es curioso como la mayoría de las veces no nos planteamos el origen de los objetos más cercanos, los más cotidianos. No hace mucho, subiendo al Santuario de la Virgen, me di cuenta de la presencia, en una de las casas de San Marquino, de un pomo, un tirador, con una forma muy curiosa: una mano de mujer. No me refiero a las aldabas con la “versión cristiana” de la mano de Fátima, como ya os mostré en otra entrada, sino que esta vez se trata de una estilizada y llamativa mano negra, de factura contemporánea, que se ofrece a todo aquel que quiera abrir y cerrar su puerta. Fue entonces cuando me planteé el origen no sólo de estos tiradores, sino de las propias puertas y el hecho es que su devenir temporal, y adaptaciones a los tiempos, es más que curiosa y la dejaremos para una futura entrada, porque hoy nos centraremos en un elemento que surgió como complemento a éstas cuando se ideó una forma de abrir y cerrarlas, es decir, desde su propia concepción. Los pomos más antiguos conocidos tienen una edad de 6000 años y pertenecen al antiguo Egipto y a Babilonia y eran simples agujeros u orificios en la madera por donde se introducía un trozo de cuerda o cuero o unos simples tiradores a los que se le atravesaba trozos de madera o que también se ataban con cuerdas.
Los griegos también tenían avanzados pomos o manillas, pero este gran invento no fue uno de los que asimilaron los romanos y se perdió hasta, según la leyenda o historia según otros, los Templarios se toparon con una puerta abandonada en las ruinas de Tesalónica descubriendo este antiguo, y para ellos, novedoso invento.
Es verdad que durante siglos no sufrió grandes cambios, porque, además, incluso en la Edad Media las habitaciones carecían de verdaderas puertas, limitándose en muchos casos a usar simples cortinajes. A partir del siglo XV se fueron imponiendo estos sistemas de separación de los espacios y fue en el siglo XVI cuando comenzó a popularizarse el uso de cerraduras forjadas a fuego en hierro y latón. Estas cerraduras eran tan caras de producir que se convirtieron en, desde el mismo momento de llegar a un domicilio, una manera de distinguir el estatus y poderío económico de sus dueños. Las clases menos pudientes usaban pomos de madera y los más ricos incluían figuras metálicas ricamente adornadas.
El pomo o manecilla, como lo conocemos actualmente, se populariza a partir de 1848 ya que, tras la revolución industrial y la llegada de una clase media creciente, nació la necesidad de protección del hogar, así fue como un chico negro, de tan solo dieciséis años, presentó a la Oficina de Patentes de Estados Unidos un dispositivo "para limitar la apertura de las alas o mantener las alas abiertas mediante un miembro móvil que se extiende entre el bastidor y el ala… ". Este chico se llamaba OSBOURN DORSEY.
Los mecanismos de apertura se fueron sofisticando y, como en el caso que hoy nos ocupa, independizando el sistema de apertura de la puerta del pomo para tirar de ella, dejando el pomo en una posición central de la puerta con la única función mecánica. Así, en la subida a nuestro querido santuario, podemos contemplar este curioso y original pomo, cuyo origen hemos querido apuntar para que cuando lo veamos, faltándonos un poco de aire por lo empinado de la cuesta, podamos parar a tomar resuello con la excusa de contemplar este amable Detalle o contarles a nuestros acompañantes la historia de los pomos y las manecillas que todos tenemos en nuestras puertas.
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