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SAN EUGENIO: LOS MINEROS, UN OBISPO, EL REY Y UNA GUERRA ENTRE ARQUITECTOS


El pasado 18 de noviembre, en el marco de las Jornadas Europeas de Patrimonio de Extremadura, organizadas por mis queridos y admirados Raquel Preciados y José Antonio Estévez, visitamos, entre otros lugares, la Parroquia de San Eugenio. Tengo que confesar que la había visto mil veces por fuera, pero nunca por dentro y en realidad merece la pena acercarse a la historia de este edifico y las dificultades por las que pasó su construcción. Nos debemos situar en 1880, mientras los hornos de fosfatos humeaban sin descanso en Aldea Moret, los trabajadores tenían un problema más allá del cansancio: no había donde rezar. La parroquia más cercana, San Juan de Cáceres, quedaba a una hora a pie bajo el sol cacereño. El obispo Pedro Núñez Pernia lo sabía, pero los planes para construir un templo chocaban con una realidad cruda: el dinero no sobraba para acometer una obra como esa.


La salvación vino cuando Alfonso XII pasó por Cáceres en 1881 para inaugurar el tren a Lisboa, alguien le habló de aquel poblado minero. El monarca, quizá conmovido por las cartas de los mineros o por intereses políticos, soltó 3.000 pesetas (lo que serían unos 18.000 euros actuales) para la futura iglesia. No era caridad: era inversión. Aldea Moret, con su ferrocarril y su fosforita, valía cada céntimo. Una de las calles principales del poblado se denomina Calle Real, y en algunos sitios se asegura que el nombre se debe a que por ella circuló el Rey en su visita. Pero os remito a la entrada que hice sobre esos días, y en realidad, Alfonso XII nunca visitó la zona (pincha aquí para saber más).


Pero antes de seguir con la complicada construcción del templo, hagamos un breve recordatorio del origen de las minas de Aldea Moret que nacieron para explotar los filones de fosforita existentes entre las calizas devónicas. Un mineral valioso para abonos y químicos, pero tan difícil de extraer que los primeros intentos (1866-1875) parecían "trabajo de hormigas", como describió el ingeniero Diego Ariza. Todo cambió cuando Segismundo Moret, un político liberal con olfato para los negocios, compró las minas en 1876. Su Sociedad General de Fosfatos trajo algo revolucionario: planificación. Contrató a técnicos británicos, convenció al gobierno para llevar el ferrocarril hasta el yacimiento (1880), y diseñó un poblado con calles en damero y casas de una planta con jardín, algo que para la época era un verdadero lujo. Aquel "pueblo perfecto" (como lo llamó el diario La Opinión en 1879) tenía un problema: crecía más rápido que sus servicios. Los mineros, muchos llegados de Andalucía y Portugal, hacinados en barracones cerca de los pozos, reclamaban una iglesia. No era solo fe: era identidad.





El primer censo oficial (1886) registró 340 habitantes (79 cabezas de familia), pero las cifras bailaban según quien las contara: el obispado hablaba de 2.000 feligreses en 1883, quizá incluyendo a trabajadores temporeros.

Pero el ferrocarril lo cambió todo. No solo acortó distancias sino que abrió el mercado internacional. Los fosfatos viajaban ahora a Lisboa o Madrid, y con ellos llegaban inversores, técnicos extranjeros y hasta misioneros para atender a aquella población mixta: mineros asturianos, campesinos extremeños y portugueses sin tierra. En 1950, cuando las minas dejaron de ser rentables, Aldea Moret se vaciaba: solo 76 personas resistían entre casas abandonadas. Hoy, el silbato del tren es un recuerdo, y el sonido de las explosiones y los picos un eco casi perdido, pero la parroquia de San Eugenio sigue en pie, testigo de cuando el pueblo latía al ritmo la fosforita y los rieles de las vagonetas.

UNA CONSTRUCCIÓN REPLETA DE DIFICULTADES

Pasemos ahora a describir el proceso de construcción. Para hacerlo lo más claro posible os lo planteo en forma esquemática, porque fue una verdadera locura de parones, modificaciones, problemas…

·         1880. Los inicios burocráticos

o   12 de junio: El arcipreste Eugenio Escobar Prieto formaliza la solicitud ante el Obispado de Coria. El documento enfatiza que los mineros debían cruzar "campos intransitables en invierno" para llegar a San Juan de Cáceres, y menciona ya los 150 vecinos censados. El problema estaba en que la curia dudaba por los costes, pero la promesa del ferrocarril (en construcción) convence al obispo Núñez Pernia.

·         1881. La aprobación real y primeros fondos

o   25 febrero: La Real Orden establece el salario del párroco: 1.000 pesetas/año (equivalente a 15 jornales mineros) y los gastos del culto: 500 pesetas (solo cubría 30 velas anuales según cálculos de la época)

o   8 octubre: Visita de Alfonso XII. El rey dona 3.000 pesetas, pero la Compañía de Fosfatos retrasa 6 meses su aportación de 2.500 pesetas, alegando "dificultades coyunturales".

·         1883. El año crítico

o   13 marzo: se publica el pliego de condiciones con cláusulas insólitas:

                Art. 17: El obispo puede rescindir el contrato "sin indemnización".

    Art. 9: La cal debe usarse de los hornos de la propia mina (más barata pero menos estable).

o   27 mayo. Ceremonia de la primera piedra: Se entierra la caja de plomo con 3 retratos: León XIII, Alfonso XII y el propio obispo, 5 monedas de plata de 1869 y un acta notarial que se perderá en 1936 (Guerra Civil)

El 31 de mayo de 1883, El Eco de Cáceres dedicaba su portada a un evento que mezclaba devoción y progreso: la colocación de la primera piedra de la parroquia de San Eugenio en Aldea Moret. El artículo, redactado con una prosa entre industrial y piadosa, comenzaba con un guiño al pasado reciente: "No ha muchos años, este lugar era solo un páramo de caliza donde los mineros vivían en chozas y extraían fosfato con garruchas de madera".

El cronista no ocultaba su admiración por la transformación del poblado. Destacaba cómo las primitivas chozas habían dado paso a "casas sanas y cómodas", y cómo las locomotoras habían sustituido a los carros de bueyes. Pero el verdadero protagonista era el acto religioso. Con detalle casi litúrgico, describía la escena: el obispo Pedro Núñez Pernia, revestido de ornamentos pontificales, bendiciendo el solar mientras autoridades civiles y militares, incluido el gobernador, observaban solemnemente.

Entre los asistentes, el periodista resaltaba la presencia de Ruperto Ramírez, director de las obras y "uno de los más inteligentes empleados de la Sociedad de Fosfatos". Un elogio que contrastaba con las tensiones que meses después estallarían entre Ramírez y el obispado.

La crónica incluía un dato revelador: la caja de plomo enterrada bajo los cimientos contenía no solo monedas y retratos de Alfonso XII y León XIII, sino también "tres granos de fosforita", un guiño al mineral que había creado el pueblo. El acta notarial, transcrita íntegramente, cerraba el reportaje con un "A la mayor gloria de Dios" que sonaba a declaración de principios.

El artículo nada decía de los problemas financieros (el presupuesto ya empezaba a desbordarse) ni tampoco mencionaba que la Compañía de Fosfatos debía aún parte de su aportación prometida o que ese mismo día, según otros documentos, los obreros protestaban por retrasos en sus salarios.

o   Junio-septiembre: Los primeros problemas: cuando los contratistas Fernández Valencia y González Pájaro usan mampostería de pizarra local (prohibido en el art. 6 del pliego) y sustituyen ladrillos por piedra irregular para ahorrar

o  22 septiembre: Paralización de las obras por enfermedad del obispo que terminará por fallecer en abril de 1884. Además llega una denuncia anónima sobre "materiales defectuosos".

·         1884 - La crisis estructural

o   Febrero-junio: el nuevo arquitecto diocesano, Emilio Mª Rodríguez, descubre que las bóvedas tienen 3 tipos de grietas: verticales por peso excesivo, horizontales por el mortero de baja calidad y en diagonal por problemas en la cimentación.

o   26 junio se proponen diferentes soluciones: vaciar 2.500 arrobas (28.750 kg) de tierra de relleno y colocar 2 tirantes de hierro de 21 mm (aún visibles hoy)

o   Agosto-diciembre: Comienza una batalla legal porque los contratistas alegan que “el obispo modificó personalmente los planos" (cierto: cambió la portada de arco escarzano a medio punto), que "La cal de la mina era inservible" (confirmado por análisis modernos) y que el ayuntamiento se negaba a aportar fondos (acta del 15/11/1884: "No hay ni para pagar al médico municipal")

·         1885-1886 - El final accidentado

o   Enero 1885: llega un nuevo obispo, Marcelo Spínola que encuentra la obra al 60% completada y solo dispone de 8.057 pesetas de las 35.000 presupuestadas para concluirla y solucionar los problemas.

o   Marzo 1886: se instala el pavimento de granito "a línea perdida" (coste extra: 326 reales), el altar mayor se construye con 3 hornacinas policromadas de madera de pino de Gredos (no la encina pactada)

o   3 junio 1886: Inauguración. La inauguración queda muy deslucida porque solo asistieron 42 personas según el registro parroquial cuando el obispo espera más de 300 y es curioso que se inaugura el mismo día que cierra el Pozo Norte, primera mina abandonada, es decir, la parroquia inicia su vida al mismo tiempo que empieza el fin de las explotaciones mineras.

Estas obras se vieron profundamente marcadas por el duro conflicto entre los arquitectos que se encargaron de ellas. El conflicto entre Ruperto Ramírez y Emilio Mª Rodríguez no fue simplemente una diferencia de criterios técnicos, sino un auténtico duelo de personalidades que marcó para siempre el templo. Ramírez, el arquitecto de la Compañía de Fosfatos, había diseñado un proyecto sobrio pero funcional, con ese aire neoclásico que tanto gustaba a la burguesía minera. Sin embargo, su apego a los materiales locales: la cal de los hornos de Aldea Moret, el granito de Malpartida, terminaría siendo su perdición. Cuando las primeras grietas aparecieron en septiembre de 1883, Rodríguez, recién nombrado arquitecto diocesano, no dudó en señalar los "defectos de origen" en un informe demoledor que aún se conserva en el Archivo Diocesano.

La tensión alcanzó su punto álgido cuando Ramírez se negó a revisar los daños alegando que su contrato había terminado en septiembre de 1883: "Mi responsabilidad concluyó con la fase inicial", escribió desde Almadén, donde se había trasladado para otro proyecto minero. Rodríguez, furioso, redactó entonces una carta al obispado que hoy nos permite reconstruir el drama: "El señor Ramírez abandona la obra como el marinero abandona el barco que hunde". La solución de los tirantes de hierro, aunque efectiva, supuso un coste adicional de 1.345 reales que nadie quería asumir.

La Parroquia de San Eugenio: Un templo nacido de la necesidad y la tozudez.




El edificio que se alza en Aldea Moret es un libro abierto de historia, sus piedras guardan las huellas de un proyecto que nació modesto pero acabó convirtiéndose en símbolo de toda una comunidad. Al contemplar su fachada principal, lo primero que sorprende es la pureza de sus líneas, un neoclasicismo industrial donde la función manda sobre la forma. Los muros de mampostería irregular, con ese granito tosco extraído de las canteras de Malpartida, hablan de un presupuesto ajustado y de la urgencia por dar cobijo espiritual a los mineros. Solo en las esquinas encontramos sillares mejor labrados, como si los constructores hubieran querido disimular la pobreza de medios con estos detalles de dignidad.

La portada principal guarda una anécdota que revela el carácter práctico de la época: el obispo Núñez Pernia ordenó cambiar el arco escarzano proyectado por Ruperto Ramírez por uno de medio punto, no por estética, sino porque encontraron piedras ya talladas que podían reutilizarse de una ermita abandonada. Este cambio de última hora, que alteró el equilibrio visual del conjunto, es hoy uno de sus rasgos más característicos. Sobre la puerta, el óculo original sigue arrojando una luz cenital que, en los días de verano, dibuja un círculo perfecto en el suelo de granito, como un reloj solar que marcara el paso de los feligreses.



Al traspasar el umbral, la nave única sorprende por su desnudez. Los tres tramos marcados por arcos fajones nos transportan a aquel 1884, cuando las prisas por terminar llevaron a los contratistas a usar materiales más baratos de lo pactado. Las bóvedas de cañón con lunetos, que hoy muestran un blanco inmaculado, ocultan bajo varias capas de cal las grietas que casi arruinan la obra. Sólo los dos imponentes tirantes de hierro, instalados a toda prisa en 1886,  delatan aquel drama constructivo. Estas vigas de 21 mm de diámetro, que cruzan la nave como cicatrices metálicas, fueron la solución de emergencia para evitar el colapso cuando se descubrió que el peso de la tierra usada como relleno superaba las 2.500 arrobas.








El crucero, más estrecho de lo habitual en este tipo de templos presenta un retablo que nunca estuvo en los planos originales, conjunto barroco, traído en 1937 desde la ermita de San Benito con tallas doradas y columnas salomónicas que contrastaban con la austera piedra local de los muros, como un invitado elegante pero fuera de lugar. Este retablo fue restaurado en 1953 añadiéndose imágenes de aquella época de la Virgen de Fátima y un Sagrado Corazón.

Destaca una Santa Bárbara que en realidad es la transformación de una Santa Catalina traída de San Mateo a la que se le sustituyó la rueda por la típica torre de la patrona de los mineros. Según Publio Hurtado, la talla provendría de la capilla de los Sande, aunque previamente se encontraría en la de los Saavedra.

En el lateral del evangelio, la pila bautismal de granito - originalmente situada a los pies del templo - muestra aún las marcas de los cinceles que la labraron siguiendo el diseño de Emilio M.ª Rodríguez: un recipiente de 50 cm de diámetro interior, con estrías exteriores y moldura de cuarto bocel, sostenido por una columna igualmente sobria. Cerca de ella, en el muro, permanece incrustada una de las pocas piezas que nunca se movieron: la pila de agua bendita en forma de concha, tallada en la misma piedra que los muros, como recordatorio de que algunos elementos fueron pensados para permanecer.







En el lado de la epístola un retablo traído de la Iglesia de San Juan, con una Inmaculada y San Francisco de Asís. En su lateral encontramos una Santa Lucía. 



En el lado del Evangelio destacan unos confesionarios neogóticos, realizados en cedro y adquiridos en 1957.


El exterior sigue dominado por los contrafuertes en talud, coronados por pirámides de granito que pretendían dar un aire monumental al conjunto. La espadaña, añadida posteriormente, rompe con la simetría inicial pero aporta ese aire rural que tanto caracteriza a las iglesias de los pueblos mineros.

Entre las grietas reparadas y los tirantes que aún sostienen este templo, late una historia de sudor, fe y hierro. La parroquia de San Eugenio no es solo un edificio: es el reflejo de un pueblo minero que quiso tallar su dignidad en granito, entre el humo de las locomotoras y el silencio de las minas abandonadas. Sus muros guardan secretos a medio contar: las prisas del obispo Núñez Pernia, la terquedad de los arquitectos, esos tres granos de fosforita escondidos bajo los cimientos como un guiño al destino. Hoy, despojada de los adornos prestados que un día la vistieron, muestra con orgullo sus cicatrices: las grietas que fueron selladas, las vigas que evitaron su derrumbe, los nombres olvidados de quienes la levantaron entre protestas y esperanzas.

Aldea Moret ya no es lo que fue, pero esta iglesia sigue en pie, testigo de un tiempo en que el progreso olía a pólvora de voladura y a incienso de misa matinal. Un lugar donde la piedra áspera y el hierro frío nos hablan, contra todo pronóstico, de la fragilidad humana y de lo que perdura cuando cesan los picos y se apagan las máquinas y por eso os lo he querido hoy mostrar, AL Detalle.


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
Datos aportados por los mencionados Raquel Preciados y José Antonio Estévez en la visita y lo aportado por el párroco, que muy amablemente, nos acompañó ese día.
La Parroquia de San Eugenio del Poblado Minero de Aldea Moret (Cáceres). Proceso constructivo. María del Mar Lozano Bartolozzi.

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