Es tristemente curioso como en una
de las regiones con la arquitectura vernácula más interesante y abundante,
miremos hacia otro lado y dejemos en el más profundo olvido y abandono, los
restos de nuestro pasado. Siento una rabiosa envidia cuando viajo al norte, y
observo cómo los hórreos se han convertido en un símbolo regional, en una marca
de identidad de los pueblos, y cómo su recuperación y conservación es casi una
obligación moral para los habitantes de aquellas zonas rurales, como un
recordatorio de quiénes son, y, sobre todo, una forma de saber quiénes quieren
ser.
Nosotros, por el contrario,
cabizbajos, nos avergonzamos de nuestro pasado (y presente) rural, abandonando
chozos, zahúrdas, colocando somieres como puertas en las fincas, o llenando de
bañeras los campos a modo de pilas. El día que descubramos que tenemos que
estar orgullosos de nosotros mismos, y que tenemos que cuidar el paisaje rural
en todos sus aspectos, comenzaremos a crecer. Hasta entonces estaremos como
estamos.
En uno de mis paseos en bici por el
camino de Altagracia, entre Garrovillas y el Casar, pude ver a lo lejos un
enorme bujío en ruinas, rodeado de una decadente cerca de piedra. Como es
normal en mí, no me pude resistir y desvié mi ruta para poder verlo. Un famoso
historiador amigo mío (también en las redes sociales), comparte comúnmente fotos
del interior de palacios, nobles estancias, reales dependencias y regios
aposentos… y me ocurre lo mismo que cuando visito este tipo de monumentos en
persona: admiro la belleza que contienen, pero no me emocionan, no me remueven
nada por dentro.
Por el contrario, cuando visito
alguna de estas ruinas, se me eriza el vello, me sonríen los ojos, se me
entrecorta la respiración y el tiempo se detiene, y en muchas ocasiones,
incluso retrocede. Entre la arquitectura popular y yo existe un lazo invisible,
pero patente, que nos une y que me ayuda a recordar quién soy, dónde vivo, de
dónde vengo y me ayuda a amar la verdadera esencia de esta tierra.
Este
bujío se encuentra en el término municipal de Garrovillas, en la finca Cuarto
de la chimenea. Está construido completamente en piedra seca, con su
característica falsa cúpula, aunque es mucho más grande de lo habitual en zonas
más cercanas a la ciudad. Posee, además, dos estancias diferenciadas en el
interior, hornacinas y repisas para colocar utensilios y aperos. El cercado de
piedra servía para contener el ganado, que presumiblemente fuese ovino. Al
entrar arrastrándome por un pequeño hueco entre las piedras, hice un viaje en
el tiempo y a través de las emociones. Comencé a imaginar el día a día de quienes
allí pasaron parte de su vida. Y yo me pregunto si no se merecen, y no nos
merecemos, hacerle un homenaje a su esfuerzo, a su sacrificio, en definitiva, a
sus vidas, conservando estos retazos de nuestra propia historia.
Me parecen muy interesantes las fotos de la falsa cúpula, sin nada de cal y con la piedra desnuda. Pensar que es uno de los métodos de construcción más antiguos que se conocen y que los tienes delante, hace como dices tú, detener el tiempo. Y sí, es verdad, nos conmueve tanto o más una de estas ruinas que un suntuoso palacio.
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