Cuando nacemos, inmediatamente nos cortan
el cordón umbilical por el que hemos estado conectados con nuestra madre
durante la gestación; pero todos sabemos que el vínculo no desaparece nunca a
pesar del frío y metálico tijeretazo en lo físico. Permanece la unión, la
conexión y el nexo que perduran siempre. Estoy convencido de la existencia de
otros cordones umbilicales invisibles que permanecen en nosotros de una manera
más o menos patente, pero que nos alimentan y oxigenan el espíritu durante toda
la vida. Uno de ellos es con la propia naturaleza a la que pertenecemos, y para
los que somos más cientificistas, la intervención de ese “cerebro primitivo”
que se sitúa en el diencéfalo y que nos recuerda cómo gestionar las emociones o
la afectividad.
En una sociedad en la que damos la
espalda a los aspectos atávicos de nuestra especie, donde la “memoria” solo se
reclama para ser histórica, donde dejamos de pisar la tierra para apoyarnos
sobre el asfalto. En un mundo que respira tóxicos y llama “oler a limpio” a
perfumes artificiales de pino, limón o lejía. Una sociedad que habla de “buen
tiempo” cuando no llueve y que colapsa tras los días de tormenta. Un mundo que
entiende que el campo huele peor que el metro o la Gran Vía y que evita mancharse
las manos de barro porque prefiere mantener emborronada la memoria del yo más
pegado a la raíz.
Es un mundo de estanterías repletas de
libros de autoayuda, música ambiental con sonidos de la naturaleza y de
fármacos que buscan reencontrarnos, calmarnos y reconectarnos con quienes
somos… eso sí, desde el sillón de nuestra ruidosa y contaminada urbe, alejados
del origen de todo, desoyendo al foco primordial del que venimos y olvidando la
fuerza vital que nos ha hecho llegar hasta aquí.
En ese mundo y en esa sociedad aún hay
personas que saben mantenerse sintonizados y aferrados a ese cordón umbilical
con lo ancestral. Pisan el suelo, no corren despavoridos si empieza a lloviznar
y se manchan las manos de barro, apreciando los colores y olores del campo. Esas
personas, estoy convencido, son más felices, aunque no lo sepan aturdidos por
el ruido que lo empaña todo. Y si esta “suerte” solo la tienen algunas pocas
personas, son muchos menos aún los capaces de servir de nexo entre nosotros y
lo atávico, acercando el origen y destino como un catalizador que nos lleva de
la mano, aunque sea sin pretenderlo, para mostrarnos un camino, muchas veces
desdibujado, pero que nos espera con impaciencia y certera necesidad.
Uno de esos chamanes, de esos hechiceros
que hace su magia con la pintura, es el artista cacereño Raúl Papoose. Con sus
dibujos realizados en plena naturaleza y hechos a base de pigmentos
obtenidos a partir de rocas del entorno fabricados por él mismo, logra encaminarnos a reconocer nuestras fortalezas en conexión con lo natural, con lo
verdaderamente permanente.
En otras ocasiones ya os he mostrado
algunas de sus pinturas en la subida a la Montaña, el Cerro de la Butrera, el
Cerro de Aguas Vivas o en las pistas deportivas de San Marquino. Hoy os
enseño otras un poco más alejadas del núcleo urbano. Si seguimos el camino que
nos lleva al Hotel de los Arenales en la carretera de Malpartida de Cáceres y
lo continuamos (después de pasar por una necrópolis que ya os he enseñado Al
Detalle), llegamos a una pequeña urbanización en la que tomaremos el vial 3
hasta que acabe. Este camino nos lleva una zona con grandes plutones graníticos
donde Papoose, una vez más, ha dejado plasmado su arte y con el que nos regala el pasaporte para un viaje profundo por lo sentimientos y las emociones más
íntimas.
Nada más llegar un gran toro de líneas
estilizadas y en movimiento, nos da la bienvenida. No se presenta amenazante o
plúmbeo. Es fuerte, ágil y dinámico, representando la fuerza de la naturaleza
sin agresividad, sino con un marcado carácter protector que nos hace sentir
cobijados y seguros en la intemperie granítica. Junto a él dos figuras
femeninas en actitud de recogimiento, de introspección, pero con la proyección
suficiente como para alcanzarnos, como queda más patente a
través de unas prolongaciones en espiral.
Lo femenino siempre está presente en la obra de Papoose y es tratado con
una delicada admiración y elogiosa sencillez. Mirar esas pinturas hace sentir
lo mismo que provoca el atronador silencio de la mirada cómplice de una
madre.
Poco más allá, un feto en un vientre
pétreo, suspendido en cuarzo y sostenido entre ortosas y biotitas. Es el numen
del plutón que emerge de la tierra y mantiene inalterable su inestable
equilibrio. El origen de lo orgánico sobre lo mineral. Cuando me topé con la
figura, la única de ellas orientadas al Este, recibiendo los primeros rayos de
la mañana, no pude evitar la emoción de contemplar aquella figura absorbiendo
vida del sol y conectando, como pocas veces he visto, lo orgánico y lo mineral,
lo vital y lo inerte; dos subsistemas de la misma Gaia. Dos caras de la misma
expresión de nuestra propia naturaleza existencial y material.
Sobrecogido seguí buscando hasta toparme
con otra figura recreada en una piedra tras la que brotan varios troncos de encinas. El
efecto visual me vuelve a conectar con el numen de la roca, esa alma mineral
que hace brotar la vida orgánica desprendiendo y regalando pequeñas partes de
sí misma, pero en la cantidad suficiente como para continuar siendo refugio y
soporte de troncos y ramas.
Desconozco si la interpretación que hago
está alejada de la realidad, seguramente sí, pero comprendo el conjunto como
una expresión de la familia en el sentido más espiritual y metafórico de la
palabra. La generosidad, la fuerza, la paciencia, la entrega, la ilusión, la
introspección, el recogimiento y el impulso vital de seguir adelante, se
vislumbran en las pinturas de mi gran amigo y admirado Raúl Papoose por lo que
cada día siento más cariño y admiración en todas sus facetas. Gracias Raúl por
llevarnos de la mano y no ir a otro lugar que no seamos nosotros mismos y al
suelo que pisamos.
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