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RAÚL PAPOOSE, UN CHAMÁN (Y ARTISTA) EN LOS ARENALES


Cuando nacemos, inmediatamente nos cortan el cordón umbilical por el que hemos estado conectados con nuestra madre durante la gestación; pero todos sabemos que el vínculo no desaparece nunca a pesar del frío y metálico tijeretazo en lo físico. Permanece la unión, la conexión y el nexo que perduran siempre. Estoy convencido de la existencia de otros cordones umbilicales invisibles que permanecen en nosotros de una manera más o menos patente, pero que nos alimentan y oxigenan el espíritu durante toda la vida. Uno de ellos es con la propia naturaleza a la que pertenecemos, y para los que somos más cientificistas, la intervención de ese “cerebro primitivo” que se sitúa en el diencéfalo y que nos recuerda cómo gestionar las emociones o la afectividad.


En una sociedad en la que damos la espalda a los aspectos atávicos de nuestra especie, donde la “memoria” solo se reclama para ser histórica, donde dejamos de pisar la tierra para apoyarnos sobre el asfalto. En un mundo que respira tóxicos y llama “oler a limpio” a perfumes artificiales de pino, limón o lejía. Una sociedad que habla de “buen tiempo” cuando no llueve y que colapsa tras los días de tormenta. Un mundo que entiende que el campo huele peor que el metro o la Gran Vía y que evita mancharse las manos de barro porque prefiere mantener emborronada la memoria del yo más pegado a la raíz.


Es un mundo de estanterías repletas de libros de autoayuda, música ambiental con sonidos de la naturaleza y de fármacos que buscan reencontrarnos, calmarnos y reconectarnos con quienes somos… eso sí, desde el sillón de nuestra ruidosa y contaminada urbe, alejados del origen de todo, desoyendo al foco primordial del que venimos y olvidando la fuerza vital que nos ha hecho llegar hasta aquí.


En ese mundo y en esa sociedad aún hay personas que saben mantenerse sintonizados y aferrados a ese cordón umbilical con lo ancestral. Pisan el suelo, no corren despavoridos si empieza a lloviznar y se manchan las manos de barro, apreciando los colores y olores del campo. Esas personas, estoy convencido, son más felices, aunque no lo sepan aturdidos por el ruido que lo empaña todo. Y si esta “suerte” solo la tienen algunas pocas personas, son muchos menos aún los capaces de servir de nexo entre nosotros y lo atávico, acercando el origen y destino como un catalizador que nos lleva de la mano, aunque sea sin pretenderlo, para mostrarnos un camino, muchas veces desdibujado, pero que nos espera con impaciencia y certera necesidad.
 
Uno de esos chamanes, de esos hechiceros que hace su magia con la pintura, es el artista cacereño Raúl Papoose. Con sus dibujos realizados en plena naturaleza y hechos a base de pigmentos obtenidos a partir de rocas del entorno fabricados por él mismo, logra encaminarnos a reconocer nuestras fortalezas en conexión con lo natural, con lo verdaderamente permanente.


En otras ocasiones ya os he mostrado algunas de sus pinturas en la subida a la Montaña, el Cerro de la Butrera, el Cerro de Aguas Vivas o en las pistas deportivas de San Marquino. Hoy os enseño otras un poco más alejadas del núcleo urbano. Si seguimos el camino que nos lleva al Hotel de los Arenales en la carretera de Malpartida de Cáceres y lo continuamos (después de pasar por una necrópolis que ya os he enseñado Al Detalle), llegamos a una pequeña urbanización en la que tomaremos el vial 3 hasta que acabe. Este camino nos lleva una zona con grandes plutones graníticos donde Papoose, una vez más, ha dejado plasmado su arte y con el que nos regala el pasaporte para un viaje profundo por lo sentimientos y las emociones más íntimas.
 



Nada más llegar un gran toro de líneas estilizadas y en movimiento, nos da la bienvenida. No se presenta amenazante o plúmbeo. Es fuerte, ágil y dinámico, representando la fuerza de la naturaleza sin agresividad, sino con un marcado carácter protector que nos hace sentir cobijados y seguros en la intemperie granítica. Junto a él dos figuras femeninas en actitud de recogimiento, de introspección, pero con la proyección suficiente como para alcanzarnos, como queda más patente a través de unas prolongaciones en espiral.  Lo femenino siempre está presente en la obra de Papoose y es tratado con una delicada admiración y elogiosa sencillez. Mirar esas pinturas hace sentir lo mismo que provoca el atronador silencio de la mirada cómplice de una madre. 



Poco más allá, un feto en un vientre pétreo, suspendido en cuarzo y sostenido entre ortosas y biotitas. Es el numen del plutón que emerge de la tierra y mantiene inalterable su inestable equilibrio. El origen de lo orgánico sobre lo mineral. Cuando me topé con la figura, la única de ellas orientadas al Este, recibiendo los primeros rayos de la mañana, no pude evitar la emoción de contemplar aquella figura absorbiendo vida del sol y conectando, como pocas veces he visto, lo orgánico y lo mineral, lo vital y lo inerte; dos subsistemas de la misma Gaia. Dos caras de la misma expresión de nuestra propia naturaleza existencial y material.



Sobrecogido seguí buscando hasta toparme con otra figura recreada en una piedra tras la que brotan varios troncos de encinas. El efecto visual me vuelve a conectar con el numen de la roca, esa alma mineral que hace brotar la vida orgánica desprendiendo y regalando pequeñas partes de sí misma, pero en la cantidad suficiente como para continuar siendo refugio y soporte de troncos y ramas.







Desconozco si la interpretación que hago está alejada de la realidad, seguramente sí, pero comprendo el conjunto como una expresión de la familia en el sentido más espiritual y metafórico de la palabra. La generosidad, la fuerza, la paciencia, la entrega, la ilusión, la introspección, el recogimiento y el impulso vital de seguir adelante, se vislumbran en las pinturas de mi gran amigo y admirado Raúl Papoose por lo que cada día siento más cariño y admiración en todas sus facetas. Gracias Raúl por llevarnos de la mano y no ir a otro lugar que no seamos nosotros mismos y al suelo que pisamos.

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