LA PROFESIÓN DE LAVAR LA ROPA
El surgimiento de una clase media emergente, unido al éxodo
desde los pueblos a la capital, a lo que se sumaba la escasez de agua y que
esta no estaba disponible en la mayoría de las casas, propició que durante la
segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, surgiera una nueva forma de
ganarse la vida: lavar la ropa ajena. Esta labor la desarrollaban las mujeres
pertenecientes a la clase más humilde de la sociedad cacereña, y el oficio, así
como el uso de lavaderos, pilas y alambres, pasaba de generación en generación,
siendo famosas en la ciudad estirpes de lavanderas como “las culolobos”, “las
galapas” o “las cañetas”. La mayoría de ellas vivían en las zonas más pobres de
la ciudad: Caleros, Villalobos, Tenerías… En muchas ocasiones su trabajo
suponía el único sustento de la familia, mientras que en otras ocasiones, era una ayuda
al sueldo de los maridos, que solían ser hortelanos, artesanos, curtidores… Las
mujeres pasaron de lavar la ropa propia a lavarla como modo de subsistencia,
dando un servicio que reclamaban las clases medias de la ciudad, en la que
abundaban los comerciantes, militares y funcionarios.
Lo habitual era que las lavanderas recogieran la ropa en
casa de sus “amas” los lunes y las fueran lavando a lo largo de la semana en
lavaderos públicos o privados. Algunos de esos lavaderos se encontraban cerca
del casco urbano como los de la Ribera del Marco, entre los que destacaban el
que se ubicaba junto a Fuente Concejo, el de la huerta de Benigno (frente a
fuente Rocha) o el de la huerta de Justi. Otros se encontraban mucho más
alejados, como el de las minas de Valdeflores, Beltrán (en la carretera vieja
del Casar), Hinche (en el R66), la Madrila (parque del príncipe) o el del
Corcho (en la subida a la Montaña y que os enseñaré AL DETALLE en el siguiente
post).
El mantenimiento de las fuentes y lavaderos públicos corría
a cargo del ayuntamiento, aunque las lavanderas tenían que pagar un canon por
su uso, para mantener el acondicionamiento de las instalaciones, pero sobre
todo, pagar el suelo al guarda que cuidaba cada lavadero. Se hice indispensable
la presencia de un guarda, no sólo para cuidar del recinto, sino para controlar
los abusos y monopolios que las veteranas lavanderas hacían del agua, las pilas
y alambres. En las actas municipales de 1903 (7/10/1903) se recoge uno de estos
conflictos:
“El Señor González denuncia el abuso de las lavanderas al
monopolizar el uso de las fuentes públicas, impidiendo que los vecinos
extraigan agua de ellas, cuando están trabajando. Solicita que se ponga
vigilancia permanente para evitar abusos”
En los lavaderos privados se pagaba un pequeño alquiler,
pero que para el dueño podría llegar a ser muy lucrativo, por lo que se llegó a
casos de desvíos deliberados de cauces para “quitar” el agua de fuentes
públicas y llevarla a una privada, como se recoge en las actas municipales del
día 13 de abril de 1917:
“Se informa de las quejas de algunas lavanderas por el
cerramiento de “los regajos” próximos a la carretera del Casar, que impide
lavar donde siempre”
Una vez que los técnicos municipales (sin demasiada prisa)
estudiaron el caso, ordenaron el 13 de julio que el señor Beltrán (dueño de las
tierras), suprimiera el muro de piedra construido para que el agua pudiera
llegar al lavadero.
Una vez que la ropa estaba limpia y seca, se repartía por
las casas de las “amas” a finales de semana y se cobraba el sueldo acordado,
que podía ser por número de prendas, o con una “tarifa plana” semanal o
mensual.
Yo creo que nadie duda de la dureza de este trabajo, a lo
que se le suma lo extremo de la climatología en estas tierras. Cuando llegaba
el invierno era típico ver dentro de las pilas, tinajas con ascuas de carbón
ardiendo que servían para templar el agua. Tampoco faltaba nunca un puchero con
café caliente o las copitas de aguardiente que hacían subir la temperatura
corporal. Tal era la necesidad (o afición) por el aguardiente, que mucha de las
lavanderas tenían fama de “calentarse” demasiado. Contra el calor, los
sombreros de paja y sombrajos que se instalaban para dar un poquito de sombra.
Estar duras condiciones pasaron factura a muchas de estas mujeres que sufrían
de bronquitis, reuma, asma, neumonía… y muchas de ellas fallecieron a
consecuencia de estas patologías. El mes al que más temían estas mujeres era
FEBRERO, por sus cambios incesantes, nevadas y granizos. En el refranero
cacereño es muy típico el dicho de “febrero apedreó a mi madre en el lavadero”.
Por ello es en este mes en el que celebraban su fiesta más importante y así
festejaban que llegaba un tiempo menos duro para su trabajo.
LA FIESTA DEL FEBRERO
Durante el “febrerillo loco” las lavanderas celebraban su
fiesta más importante. Desde el primero del mes se colocaba en cada lavadero “un
febrero” o pelele realizado con ropas viejas y paja y al que se le añadía
grades atributos masculinos que asomaban por el pantalón, usando un nabo (en la
actualidad esto se ha CENSURADO y SUPRIMIDO). Este muñeco acompañaba a las
lavanderas durante todo el mes, y si el día salía bueno y soleado, el pelele
recibía piropos y palabras bonitas durante todo el día, mientras que si hacía
frío, llovía, nevaba o granizaba, el febrero recibía escarnios, insultos y
burlas. El último día del mes (y no el viernes antes de los carnavales como se
hace ahora) se celebraba la gran fiesta. Pero era importante durante todo
febrero ir recaudando dinero para poder celebrarla. La financiación provenía de
lo que las “amas” aportaban; también ayudaban los comerciantes donde las
mujeres compraban todo el año, y otra parte provenía de todos los vecinos,
porque al febrero se le colocaba durante ese mes un “bote” donde cualquiera
podía aportar alguna monedilla. Durante ese día no faltaba el café, los dulces
típicos, el aguardiente y a la comida solía consistir en un frite de cabrito.
Justo a la hora de la comida era cuando se procedía a quemar el pelele, como
signo de dejar atrás uno de los meses más duros y comenzar la primavera.
Los cantos y coplillas no cesaban en toda la tarde, que a medida que el aguardiente se iba terminando, subían de temperatura y de tono. Tradicional de ese día es la vieja canción de Las Lavanderas de Cáceres, que el grupo cacereño MANSABORÁ FOLK tuvo a bien rescatar y grabar en su primer disco. Pero eran innumerables las coplas humorísticas, cargadas casi siempre de bastante sarcasmo, las que se cantaban esos días. Algunas decían así:
Los cantos y coplillas no cesaban en toda la tarde, que a medida que el aguardiente se iba terminando, subían de temperatura y de tono. Tradicional de ese día es la vieja canción de Las Lavanderas de Cáceres, que el grupo cacereño MANSABORÁ FOLK tuvo a bien rescatar y grabar en su primer disco. Pero eran innumerables las coplas humorísticas, cargadas casi siempre de bastante sarcasmo, las que se cantaban esos días. Algunas decían así:
Siempre hay jarana
Si no es por la noche
Es por la mañana
Ya no son los gatos sólo
Lo que andan por los tejados,
Es el hijo del Longino
En busca de la Calajo
Es una fiesta totalmente pagana que se intentó cristianizar
sin mucho éxito. Las lavanderas de Concejo, de fuente Rocha y del Corcho
asistían la mañana de la fiesta a misa en la ermita del Amparo, donde degustaban
después un chocolate con churros que corría a cargo de la ermitaña. Aunque
bueno el intento, no terminó de cuajar y las trabajadoras del resto de
lavaderos no asistían a ningún tipo de acto religioso, porque esta fiesta puede
situarse en esas celebraciones previas a la cuaresma donde los placeres
carnales eran los protagonistas.
Las fotos y vídeos actuales corresponden a la fiesta en el 2016. Espero que una celebración tan cacereña siga
permaneciendo, aunque mucho de los elementos principales se hayan adaptado a los
nuevos tiempos y las estrechas mentes actuales, aunque es un asumible precio a pagar para que esta tradición no desaparezca.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
Aprender desde el recuerdo. Una experiencia de investigación histórica a partir de testimonios orales. Fernando Jimenez Berrocal. Concepción Dochao Sierra
Muy interesante e instructivo.
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