Es curioso cómo a veces la admiración se convierte en el más profundo aprecio, e incluso cariño, hacia personas que casi no conoces. El 26 de agosto, y tras una larga enfermedad, nos dejaba el profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, D. Joaquín Gómez-Pantoja, con quien me unía el amor por la epigrafía y la historia, y por el que sentía un gran aprecio que vino después de una profunda admiración.
Hace más de cinco años, cuando publiqué una entrada sobre la Fuente de la Higuera de Torreorgaz, en la que vemos una inscripción a la diosa LANEANA y otra en la que se delimita el espacio sagrado que la rodea, recibí una comunicación muy, muy formal de D. Joaquín. En seguida comenzamos a relajar el tono y comenzó una pequeña relación en la que yo le enviaba y/o buscaba inscripciones de las que no se tenían noticias desde hace tiempo o de las que no había imágenes. D. Joaquín era de esas personas que te dan la confianza suficiente como para tutearlas, pero a la que siempre la hablaba de usted por el gran respeto que me infundía. Don Joaquín era profesor de historia antigua y uno de los mayores expertos en epigrafía, no solo de este país, sino del mundo. Era de esas personas que, aun siendo muy grande, nunca dejaba de ser humilde hasta el punto de entablar una relación amistosa/académica con un “intruso” en la historia como yo.
Nunca dejó de preguntarme por si ese año tendría oposiciones o no, o si había cambiado de destino en el trabajo y mil aspectos personales de los que siempre se acordaba. Su generosidad llegó a tal límite que, al preguntarle por una supuesta inscripción que había localizado en el Palacio de las Cigüeñas, me animó a hacerle unas fotos, documentar el lugar del hallazgo y escribir un artículo científico juntos en el que me colocó como coautor cuando la mayor parte del trabajo lo hizo él. Así publicamos esta inscripción y otra de localizada por mí en Aldea del Cano, en la Universidad de Coimbra.
El verano pasado estuvo visitando, junto a un prestigioso profesor inglés del que no recuerdo el nombre, los principales campamentos romanos de España y no olvidó llamarme para que nos conociéramos en persona y tomáramos algo cuando pasó a visitar Cáceres el Viejo. Pudimos pasear los tres por la parte antigua mientras les enseñaba las lápidas que salpican nuestros muros y alguna cupa, y charlábamos de varios proyectos que queríamos encarar, como el de grabar con mi drone el campamento romano a baja altura, hacer un inventario de todo lo que hubiera publicado sobre la estancia de Adolf Schulten en nuestra ciudad o descifrar el contenido de algunas lápidas que teníamos ya localizadas y fotografiadas y que, desgraciadamente ya no podremos terminar de estudiar juntos. Según me comentó varios meses después, éste sería su último “gran viaje” que nunca olvidaría por el calor que pasó y más aún, su compañero inglés.
A mediados del mes de julio vi unas “letras” en un sillar de la fachada del San Francisco y le mandé en aquel mismo momento unas fotos para preguntarle su parecer. A los pocos segundos me llamó y estuvimos más de una hora hablando de todo un poco, lo menos importante fue si aquella inscripción era o no antigua. En la voz le noté cansado y en algunas de sus frases le vi muy poco optimista, aunque evitaba hablar de él y su enfermedad preguntándome por mis conciertos, las publicaciones del blog… A las pocas horas me envió una recreación tridimensional de la lápida que demostraba que no era romana, porque siempre, siempre, atendió todas mis dudas y mis observaciones.
Y ya no volví a hablar más con él, solo intercambiamos
algunos mensajes para preguntarle por su salud, hasta que ayer recibimos la
noticia de que se había marchado. Para los que somos ateos a veces nos es
difícil despedirnos de las personas que apreciamos y por eso esta mañana me
subí a la bici y rodé hasta la Fuente de la Higuera, aquella que unió nuestros
caminos. Me he sentado junto a la inscripción de Laneana y me he despedido a mi
manera de una persona a la que no conocí demasiado, pero a la que apreciaba,
admiraba y respetaba profundamente. Solo me queda decir: D. Joaquín, que la
tierra le sea leve.
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