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BUJÍOS EN LA FINCA “LA PIZARRA” DE CÁCERES

La primera vez que visité estos bujíos comenzaba el mes de abril y los lirios silvestres, con soberbia, salpicaban de morado el verde de los llanos al suroeste de Valdesalor. Una de mis más frecuentes rutas en bici transcurre por el Camino Malpartida-Montánchez. Suelo incorporarme a él tras cruzar “la puente” de la Mocha en Valdesalor y me conduce entre imponentes “dientes de perro”, escoltado por cientos de aves, a la carretera de Badajoz.


Aquella tarde de abril decidí desviarme de la dirección este/oeste para mirar un poco al sur (que también existe). Cuando llevaba un par de centenares de metros por un camino cercado de alambre y en ligero descenso, a la izquierda veía la Casa de Fuente Pizarra, rodeada por sus guardaespaldas arbóreos que la hacen tan característica. A la derecha, sobre una pequeña loma, un precioso y encalado bujío cuya silueta se recortaba con la luz crepuscular.


Ya sabéis la fascinación que siento por la arquitectura vernácula y no me pude resistir a desmontar de la bici para mostrarle mis respetos a esta preciosa y humilde construcción, y de paso, hacerle unas fotos.




Era evidente que ha sufrido algunos arreglos para encontrarse “tan saludable”, pero me llamaron inmediatamente la atención dos Detalles de la chimenea de ladrillo: con una técnica cuidada de esgrafiado se presentan las iniciales C y A entrelazadas y enmarcadas con mucho ornamento para lo que uno se espera en un “refugio de pastores”. Pero lo que me conmovió en realidad fue otra inscripción realizada de manera mucho más tosca, pero más sincera. Un simple 1950 grabado sobre el blanco calcáreo y enmarcado, en un intento pueril de imitar la figura que destaca a su lado.


He de reconocer que me abofeteó el darme cuenta de que en el tiempo de la niñez de mi madre y juventud de mis abuelos aún vivieran personas en esas condiciones, pero inmediatamente caí en la cuenta de estar frente al testigo de un pasado, que en realidad no es tan lejano como quisiéramos considerar. Que no hace tanto alguien cocinaría allí unas migas para saciar el hambre y mitigar el frío de forma barata. Me percaté de que, en un tiempo cercano, alguien pasó frío en los inviernos de los llanos y que alguien buscó la sombra del refugio en las tardes del julio cacereño. El estómago se me encogió al ser más consciente que nunca, que esas historias que nos parecen salidas de “Los Santos Inocentes” son menos ficción de lo que nos apetece reconocer y que quienes sobrevivieron en aquellas condiciones no están tan lejos en el tiempo y que algunos de esos mayores, a los que a veces tratamos con paternalismo y espantosa superioridad, son los que lucharon para ganarse la vida en condiciones parecidas a aquellas.

Enfrascado en estos pensamientos volví a la bicicleta y continué por el camino cercado de alambre y en ligero descenso que terminó al cruzar el Arroyo de La Cervera, que en ese inicio del mes de abril apenas llevaba agua. Comenzó un pequeño ascenso, y otra vez a la derecha pude contemplar otro bujío, muy parecido al anterior, separados por no más de 400m en línea recta.







Este segundo es similar al anterior, pero con una chimenea mucho más sencilla y sin rastro alguno de inscripciones. El lucido del muro de mampostería se conserva en mejor estado que en el primero en todo su perímetro, y mientras repasaba su silueta con la admiración de quien admira la belleza en la fascinación de lo sencillo, me di cuenta de que el sol se iba poniendo a gran velocidad y que debía regresar lo antes posible si no quería quedarme sin luz en mitad del trayecto. Regresé con la sensación que te queda cuando has tenido una conversación a medias, en la que se quedó más por decir que lo dicho. Como ocurre también en esos casos, les dije mentalmente: pronto volveré a visitaros. Por unas cosas o por otras ese encuentro se retrasó unos meses, hasta que en el mes de agosto decidí volverme a desviar al sur en mi habitual ruta.





El paisaje, la luz, el olor y color eras totalmente distintos. La iluminación casi vertical, el pasto seco y el aire caliente hacían de la zona un lugar hostil, pareciendo que te invitara a marchar. Casi podían oírse gritos de “márchate” y tras la subida de un pequeño repecho entendí, esta vez de verdad, la satisfacción que supondría a los usuarios de estos bujíos poder entrar en ellos y encontrar la sombra que el llano les negaba. Los gruesos muros permitirían aislar el interior donde les aguardaría un trozo de sandía o la reconfortante agua de un botijo. En días de tiempo extremo es cuando podemos entender, de verdad, la grandeza de estas simples construcciones y su verdadera utilidad.



Hoy solo he querido sumar dos supervivientes más a la lista personal que estoy haciendo de los bujíos que resisten en los alrededores de Cáceres, y he querido, además, compartir mis pensamientos cuando me coloco frente a ellos, Al Detalle.

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